La elección de Pedro Sánchez como secretario general del PSOE me hizo concebir esperanzas de que una nueva etapa de ilusión y recuperación electoral de este partido había comenzado. Las excelentes intervenciones del portavoz accidental socialista en el debate de la absurda moción de censura de Podemos reafirmaron estas iniciales expectativas.

Poco duraron estas esperanzas. Los casi dos meses de dirección de Sánchez han estado marcados por el oportunismo político y la falta de unos mínimos principios ideológicos. Ya escribí en otra ocasión sobre el cambio de posición, sin ninguna explicación política más que un tuit de la nueva presidenta del partido, sobre el brusco cambio de posición del PSOE en relación al acuerdo entre la Unión Europea y Canadá. Mejor que lo explicara en 140 caracteres. Le habría sido difícil explicarlo en muchos más.

Hoy trataré otro tema de mayor importancia política y social: el referéndum catalán del próximo 1 de octubre. Casualmente el mismo día que Carles Puigdemont remodelaba su Govern, apartando a los consellers menos comprometidos con la causa independentista (algunos de ellos por causas tan idealistas como no poner en peligro sus patrimonios personales por posibles responsabilidades jurídicas) Sánchez se descolgaba con que hay que «evitar el choque de trenes» antes del 1 de octubre e intentar una solución pactada. ¿Qué supone pactar para la actual Generalitat catalana? De momento, nada que esté dentro de la Constitución.

¿Qué remedio cabe a esta sainetesca repetición de la brevísima y fallida Revolución independentista del 6 de octubre de 1934? La aplicación de la Constitución con los instrumentos que da al Estado para obligar a las comunidades autónomas a cumplir las obligaciones que la misma Constitución les impusiera: el artículo 155. Este artículo permite por mayoría de absoluta del Senado, que el Partido Popular posee sobradamente, «cuando una comunidad actuare de forma que atente al interés general de España (...) adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones».

Si a Sánchez no le parece que atenta contra el interés general de España convocar un referéndum ilegal para la separación de una parte de su territorio nacional, es un síntoma claro de que su tactismo de corto vuelo le impide entender los problemas nacionales. No se trata de suprimir la autonomía catalana. Con que temporalmente la Policía autonómica pase a depender de la autoridad gubernativa central, junto a otras medidas, ese referéndum no se producirá.

El PSOE tiene materias sobradas para diferenciarse, criticar y poner en cuestión al Gobierno de Mariano Rajoy: el incremento de las desigualdades sociales, los bajos salarios, la precariedad en el empleo que se crea, la amnistía fiscal, su estructural corrupción... No le hace falta distanciarse de este Gobierno en este desafío a nuestra democracia, que por lo demás los propios independentistas saben condenado al fracaso.

Anulado el dislate otoñal, habrá que plantearse seriamente por todos los partidos políticos del arco nacional, la solución para, por lo menos, treinta años más del problema catalán. Casi seguro que para ello será necesario una reforma constitucional. El Partido Popular deberá abandonar su actual inmovilismo frente a cualquier reforma de la Carta Magna, que en la cuestión territorial es imprescindible. Sin su concurso no cabe ningún cambio de la Constitución, que no son las Tablas de Moisés, escritas por Jehová. Es un instrumento político del que nos dotamos hace casi cuarenta años los españoles para tener el mayor período de democracia de nuestra desdichada historia.

Pero en política, cada acontecimiento tienes sus tiempos. Y frente al desafío del 1 de octubre no caben equidistancias. Se debe aplicar la Constitución y luego reformarla por la vía democrática, no por los hechos consumados como pretenden Puigdemont y Oriol Junqueras.