Vamos, a caballo de la ignorancia popular, hacia la república bananera, también llamada Estado pseudotabernario en el caso de ciertos países iberoamericanos. Vamos al éxito del engañabobos, a la sustitución de la democracia por el pacto en la trastienda y al asalto del poder entre los vítores palurdos de las multitudes que parió el porro y el perro, entendido este último como la pereza gorda convertida con los años en poltronería genética. El colectivo de los atorrantes ha crecido una barbaridad en los dos lustros que dura ya el sumifigio insano de lo audiovisual y amenaza henchir las urnas del último sufragio libre con las papeletas alucinadas de la izquierda pudiente y de la izquierda reinventada, que son dos izquierdas apócrifas por exageradamente demagogas y visionarias por sus extensas bases de cochera y sahumerio, de flauta, chucho y chándal para todo.

Esto es, en realidad, una intuición; una simple intuición que, sin embargo, y sólo por el hecho de serlo, merece ser considerada con aceptable seriedad puesto que, al menos en apariencia, nos permite soslayar unos meses de insufribles análisis y enloquecedoras tertulias, y nos lleva directamente a conclusiones bien sazonadas. La intuición es un agujero de gusano, un pliegue del espacio-tiempo que nos deja el futuro en la palma de la mano, una visión repentina que tiene la virtud asombrosa de ofrecernos una conclusión razonable sin haber pasado por el razonamiento. Y la intuición que tenemos ahora, para desespero y reconcomio de los tasadores y escoliastas del hecho político, es que Pedro Sánchez pactará con Pablo Iglesias y el oportunismo ciudadano en primera instancia, o el nacionalismo que haga falta en última pero no definitiva con tal de agarrar el butacón supremo y el zurriago legislativo.

Se intuye la tercera república, la renovación de la calamidad, el retorno de la checa y el advenimiento, a represalia limpia, del bolivarianismo ultramarino. Viene un puño en alto desprovisto de rosa: el viejo puño en alto del compromiso con la entelequia desenterrado por una entelequia sin compromiso. Llegan el antiguo resentimiento, la provecta obstinación, el vetusto encono, levantados por el odio más pedestre y atávico —esa envidia elemental del esclavo— hasta las organizadas alturas de la ideología. Intuimos que se nos echa encima el pasado, y a la vez presentimos que nuestra clarividencia no evitará que nos indigesten con el consabido pisto de coloquio.