Estos días de calor, mientras las redes sociales se enzarzan en el debate de cuál será localidad habrá alcanzado el record de temperatura máxima en España, porque el dato de Montoro (Córdoba), con sus 47,3º C el pasado 13 de julio, podría haber sido rebasado en alguna estación meteorológica no principal ni automática de la red oficial, las ciudades del litoral mediterráneo se derriten por el calor nocturno. Se suceden las noches tropicales que en alguna jornada se convierten en «ecuatoriales», esto es, las mínimas no descienden de 25º C. Lo que unido a una humedad relativa cercana al 70% supone una sensación térmica de 33º C. A este hecho contribuye un proceso que es cada vez más frecuente en algunos sectores de la costa mediterránea. De madrugada el vapor de agua se condensa en una ligera capa de nubes bajas (estratos) que se ancla en los primeros kilómetros de la línea de costa y genera una especie de tapón que impide la pérdida de radiación nocturna hacia el espacio exterior. El resultado es una acumulación progresiva de calor en los primeros metros de la troposfera en este ámbito costero. La causa está relacionada con el aumento térmico de las aguas del Mediterráneo en los meses cálidos del año, muy evidente desde hace unos años, que se convierte en un constante evaporador de agua. Por tanto, el disconfort térmico es constante y cada vez mayor. Pasamos de las noches tropicales a las ecuatoriales. Y el problema es que no se trata de un proceso esporádico. Cada vez resulta más habitual. Es lo que algún climatólogo clásico, al describir los rasgos del clima ecuatorial siempre lluvioso, caracterizaba como «condiciones climáticas de baño maría». Un calor húmedo constante y poco soportable. Aquí no llegamos a tanto. Pero estas jornadas de calor nocturno y bochorno nos hacen partícipes, coyunturalmente, de lo que debe ser aquello.