Cuando en las últimas elecciones autonómicas se produjo el cambio político en el gobierno valenciano, muchos creímos que algunas de las medidas tomadas en el ámbito educativo por el gobierno saliente iban a ser revocadas por el entrante. Me refiero a medidas como el aumento de la carga lectiva del profesorado o la disminución de las horas de jefatura de departamento, pero sobre todo me refiero a una medida que se adoptó hace algunos años, con la que sospecho que la mayoría de profesores está en desacuerdo: las fechas de los exámenes extraordinarios. Me sorprende, y es una prueba de cómo nos acomodamos a las situaciones, que no se reclame con más ahínco recuperar el mes de septiembre para su realización. Parece fuera del sentido común la idea de que un alumno que no ha asimilado unos conocimientos durante ocho o nueve meses los pueda adquirir, con un ritmo intensivo de trabajo, en tan breve espacio de tiempo. La medida va en contra de la esencia misma de la enseñanza, que requiere un ritmo pausado y una maduración de lo estudiado.

Está ocurriendo que muchos profesores, ante una medida que ya pareció arbitraria cuando se tomó, se hallan en la necesidad de relajar su nivel de exigencia, con el fin de prevenir que recaigan sobre los alumnos las consecuencias negativas de la arbitrariedad. Se da, por tanto, el caso de que alumnado que no llega al grado mínimo de conocimientos deseado entre en la estadística de los aprobados. Al fin y al cabo, la enseñanza también se mercantiliza. A los políticos, con el afán de conseguir votos, más que el aprendizaje real, les importa ofrecer una mejoría en las cifras de fracaso escolar. También algunos padres, por desgracia, lo cual es todavía más grave, pretenden a toda costa que su hijo, aun sabiendo que no ha estudiado, apruebe, y recurren para ello a cualquier reclamación y recurso. ¿Pero se quiere que los alumnos aprendan o que aprueben? Evidentemente son deseables ambas cosas, pero no sacrificando el aprendizaje.

Con el paso de los años y los cursos la carga burocrática aumenta para el profesor, que paulatinamente pierde el sentido y la finalidad de su trabajo. En los institutos y colegios proliferan nuevos planes y programas, se crean nuevas comisiones, se redactan cada vez mayor cantidad y variedad de informes y de actas. También crece el catálogo y el protocolo de sanciones y de medidas disciplinarias aplicadas al alumnado, convencidos todos de que, a medida que el conjunto de normas y los reglamentos de régimen interno contengan más epígrafes, más garantizado quedará su buen comportamiento. Si la recompensa de esta hipertrofia burocrática fuera que los alumnos aprendieran más y mejor que antes, el esfuerzo merecería la pena, pero no es así, sino al contrario. La confección de las programaciones se complica y surgen nuevos términos, con apariencia de tecnicismos de alto vuelo que en verdad no significan nada, expresiones absurdas del tipo competencia para aprender a aprender. La enseñanza mejoraría si se produjera una simplificación en esa envoltura accesoria que encorseta cada vez más al profesorado con su rigidez.

No creo ser el único que tiene la impresión de que, con una sorprendente fe en el progreso, se tiende a concebir toda nueva propuesta como positiva, por el hecho de ser nueva, al tiempo que se desacreditan métodos y procedimientos tradicionales. Según esta tendencia, el alumno debe aprender de manera lúdica y sólo si está motivado. No nos excedamos en exigirle que ejercite la memoria, porque eso es aburrido, pesado y anacrónico. Sabemos que debe esforzarse, de acuerdo, pero de modo que no se percate de que se está esforzando. ¿Y cómo alguien puede defender el valor pedagógico de escribir a mano o de mantener los exámenes en esta era nuestra de la tecnología? Cuando un alumno, por ejemplo, llega a 4º de ESO, ha de cursar, en teoría, diez asignaturas. En la práctica, puede, si quiere, desentenderse de dos, o incluso de tres, porque la ley le permite, aun así, obtener el título.

Se reivindica, en teoría también, la importancia de restablecer la autoridad del profesor, mientras que, también en la práctica, cualquier profesor se encuentra todos los años con casos de alumnos que acaban el curso sin haber aprendido casi nada de la materia y que se han limitado a emborronar exámenes. Declaro, en conclusión, que me levantaría y aplaudiría si alguien recuperara y reafirmara aquellos valores de la enseñanza que siempre han servido y que no deberían tener nada que ver con el color político del partido que se halla circunstancialmente en el poder ni con enfoques pedagógicos que juzgan todo lo pasado como inútil y obsoleto.