Cuando en 1957 el arquitecto danés Jorn Utzon diseñó el edificio de la Ópera de Sidney, era consciente de que estaba realizando una obra innovadora, muy importante, y sumamente arriesgada, pero tal vez no que tan sólo treinta y cuatro años después de ser inaugurada en 1973, sería declarada por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad. Lo que vino a suponer la definitiva ruptura de cualquier línea de separación que pudiera haberse dado entre la consideración y el aprecio a los valores tradicionales y a los sustancialmente modernos.

De una manera convencional, se entiende como Arquitectura del Movimiento Moderno aquélla construida a partir de 1925. Así pues, es la que aparece como consecuencia de los cambios en los conceptos urbanos tras la finalización de la Primera Guerra Mundial. En Europa, la ciudad fue entonces adquiriendo un nuevo contenido de funcionalidad y habitabilidad, entretanto el desarrollo industrial iba permitiendo la utilización de inéditos materiales, y los arquitectos fueron adoptando, asimismo, una distinta responsabilidad, también como proyectistas del espacio urbano. Bien es cierto que los hubo al servicio de la especulación inmobiliaria, pero otros intentaron una belleza moral desde la racionalidad, e incluso desde la optimización de los recursos; de tal suerte que procuraron ser fieles a la planificación urbanística, al empleo de elementos prefabricados y a la economía en los procedimientos, evitando de ese modo los excesos. Un conjunto de procederes que podría simplificarse con aquella repetida frase de Mies van der Rohe: «Menos es más».

La llamada Época del Funcionalismo, tuvo diversas variables dependiendo de las circunstancias concretas de los distintos países: así, el racionalismo formal lo protagonizó Le Corbusier en Francia; el metodológico, Walter Gropius en la Bauhaus alemana; el ideológico, el Constructivismo ruso; y el racionalismo orgánico, F. Ll . Wright en EE UU, autor de la famosa Casa Kaufmann, actualmente monumento nacional en su país; existiendo otras importantes peculiaridades, como el Neoplasticismo holandés y el empirismo escandinavo.

El influjo de estas tendencias, opuestas al Historicismo y al Modernismo precedentes, tuvo un importante reflejo en la arquitectura valenciana de los años treinta, que fue ampliamente estudiado en una importante exposición ubicada en el IVAM, en 1998: La ciudad moderna. Arquitectura Racionalista en Valencia, comisariada por Juan Lagardera y Amando Llopis, en la que se incluyeron estudios, asimismo, de Francisco Taberner y de Alberto Peñín, entre otros. Consciente de que no existía un canon occidental de la arquitectura moderna, en su desarrollo pude descubrir un aspecto de interés: que entendía asumible, sin tener que rasgarme por ello ninguna vestidura, que nuestros arquitectos ejercieran la impureza buscando un nuevo hibridismo con elementos tradicionales y propios, asimilando las tendencias, y adaptándolas a los gustos y a las necesidades urbanas, configurando una arquitectura modernamente plural. Una tradición sintetizadora y libre, que viene de largo; presente, incluso, en la labor de nuestros destacados maestros en el transcurrir de los tiempos.

Si tenemos en cuenta las intervenciones de tres grandes arquitectos valencianos ubicados en distintos lugares del espacio histórico moderno -Antonio Gilabert (1716-1792), entre cuyas obras destacadas se hallan la remodelación de la Catedral de Valencia, y la iglesia de las Escuelas Pías; las de Rafael Guastavino (1842-1908), con sus bóvedas tabicadas de ladrillo plano en la estación Grand Central Terminal de Nueva York; o las de Santiago Calatrava (1951), con las formas inspiradas en la naturaleza en la Ciudad de las Artes y las Ciencias- percibiremos sin esfuerzo, sus capacidades para sintetizar y asumir de un modo personal, los influjos y las relaciones sin ir en pos del purismo, al proceder de un ámbito mediterráneo proclive a la integración, aunque sin renunciar al esplendor.

A pesar de que existen claros ejemplos en los que los artífices de la Arquitectura del Movimiento Moderno gozaron de un amplio espacio de posibilidades creativas, esto no ha sido lo más frecuente para la inmensa mayoría; porque además de las normas urbanísticas de obligado cumplimiento, el arquitecto se ha hallado condicionado por otros elementos nada desdeñables: las tradiciones y los imaginarios locales, las limitaciones económicas, las tecnologías disponibles, las exigencias del promotor, y las disposiciones del mercado. Tal vez por ello, en el momento de estimar los resultados, debamos tener en cuenta su capacidad creativa inserta en este conjunto de componentes, y considerar su valor, apreciando su significado, al menos después de transcurrido un medio plazo.

Parece evidente que, entretanto la sociedad actual considera como bienes protegibles, y por tanto integrables en su concepto de patrimonio, un buen número de edificios que con el paso del tiempo vienen a considerarse históricos; respecto a la arquitectura contemporánea mantiene unas ciertas y, de algún modo, justificadas reticencias. Hace tan sólo unos meses, la Real Academia de Bellas Artes remitió a la Administración un estudio acerca de la oportunidad de salvaguardar el Jardín del Turia, como elemento moderno. Estamos en el momento de continuar ese camino que, aunque en puntuales circunstancias no sea inédito, porque ya ha sido explorado por fundaciones importantes -como la del Docomomo Ibérico en nuestro caso- no ha calado aún en la conciencia colectiva como una necesidad que juzgamos perentoria, y que tal vez podamos extender hasta aquellas construcciones singulares terminadas hacia la mitad de la década de los ochenta; porque proteger lleva implícita la oportunidad de singularizar, de dar a conocer mejor y de invitar a disfrutar.