Se licúa la agenda de temporada. Con una urgencia mal avenida de Telediario, dejando sobre las grietas del tiempo un sinfín de broncas y cortocircuitos, tan puestos a la vista que sólo falta que alguien despache una colilla para que se vuelva a inundar España. La actualidad emigra, no dura, se hace pasado, corre al rebufo de sí misma, arrastrando en su impaciencia el Twitter y el voto, las preocupaciones de cámara y las que nacen y mueren en el cuadrilátero tonadillero de los debates. Ahora ya nadie habla de la lluvia. Ni siquiera los románticos (la lluvia es una metáfora excesiva, decía Pérez Estrada). Tanta prisa se da la política en renovarse que al final el país se acabará convirtiendo en un muladar de temas con el problema de Cataluña de fondo y leyes de regeneración pintándose las uñas mientras esperan eternamente su turno en el Senado. Ocurre en todas partes: llega el invierno, la gota fría, los puntos negros de la carretera, la arena levantada. Caen las vigas, la gente. Se forman los corrillos, los comités de sabios. Y en un santiamén todo vuelve a su sitio, es decir, a estar enredado y bien jodido, pero sin competir ya en los medios con las flores en el pelo de Manuela Carmena y otros asuntos de Estado.

España es más coyuntural que otra cosa: sobrevive con remiendos, sin planificación, dándose achuchones en los plenos, pidiendo y dilapidando fondos, ejercitando frente a la catástrofe la misma solemnidad eclesiástica de los presentadores que se atusan el flequillo antes de dar paso a los deportes. La épica, de tan corta, se envilece. Aquí son rápidas y muy habladoras las resacas. Más que nada porque funcionan con el amaneramiento patentado de los velatorios, de la jeremiada de ocasión y, sobre todo, impostada. En este país, algunos políticos, más que la gloria, parecen buscar sus quince minutos de desgracia: un lamento que dure lo que tarda en caer la voz en las partituras de Haendel, sin posibilidad de estabilidad y de rearme. Política neurasténica para una sociedad neurasténica y desmemoriada, que va aceptando sin inmutarse que los problemas cíclicos vuelven cíclicamente. Como si no invertir en infraestructuras y en prevención fuera igual de inevitable que la ventisca sobre las cosechas o el sofocón del sur en agosto. Lo dijo Rajoy: «Llueve mucho». Y también, con los excesos de la factura de la luz: «Todo se arreglará cuando llueva». Es lo que tiene meter a un gallego de presidente, que sale siempre por peteneras con el pensamiento mágico.

Cada uno en su estamento y en su escala, pasando página con ligereza, esperando tranquilamente a que escampe. La historia alternativa y muy contemporánea de España se escribe también con proyectos que no fueron, anunciados como solución inminente en plena digestión de la catástrofe. Cuántos megahospitales, cuántas tuberías y cachivaches hidráulicos, cuántos centros de acogida y depuradoras, cuántos comedores sociales. La ficción del bienestar subida al carromato del consuelo. Y sin que nada finalmente empañe la fiesta y deje por el camino una sangría responsable y consecuente de votos. Lo bueno de contar con tantas administraciones es que siempre se le puede echar la culpa a alguien. Y si no esperar un nuevo novelón. Todo el carrusel silenciador en este país ya postindignado, que ni siquiera presta atención, que tolera que las deficiencias no se resuelvan y que la corrupción prolifere. Y hasta el próximo invierno: ya habrá tiempo de quejarse.