El pasado 1 de agosto, agotando ya el plazo de los seis meses marcado, el ministro de Energía, Álvaro Nadal, anunciaba el cierre definitivo de la central nuclear burgalesa de Garoña, al denegar la renovación del permiso de explotación. Argumentó el cierre como consecuencia de un intenso debate político al haber solicitado en noviembre pasado todos los partidos, excepto el PP, el cierre de la planta parada desde 2012, no afectando por tanto al sistema eléctrico español, además de otros argumentos empresariales y de mercado.

Lejos quedan aquellas palabras del entonces candidato y hoy presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, cuando en 2009 afirmaba con rotundidad que con el PP en el Gobierno, Garoña no se iba a cerrar. Tampoco ha servido de mucho el aval para la reapertura del funcionamiento de la central que el Consejo de Seguridad Nuclear, organismo responsable en materia nuclear, otorgase a la planta seis meses atrás con determinadas condiciones técnicas.

Pero resulta tremendamente decepcionante que se haya olvidado en una decisión tan relevante como esta, la más que excelente historia operativa de la instalación con 40 años de servicio a la sociedad, un funcionamiento seguro y fiable ejemplo internacional de excelencia, una cualificación de su plantilla a la altura de las máximas exigencias. En resumen, unas extraordinarias condiciones técnicas y de seguridad de la instalación, que nunca, a pesar del encarnizado debate, se han puesto en entredicho.

Pero la política, símbolo inequívoco de negociación, acuerdos e intereses, a veces como ahora, gasta malas pasadas. Se imponen unos intereses que sin atrevernos a calificarlos de ilegítimos, terminan imponiendo su prevalencia. A nadie se le escapa que hoy Garoña está cerrada porque hace unos pocos meses apareció en una mesa de negociación en pleno debate de los Presupuestos Generales del Estado utilizándose como moneda de cambio. Unos querían su cierre, los nacionalistas vascos; otros 176 votos de diputados para sacar adelante los mencionados Presupuestos Generales y por ende continuar la legislatura cuanto menos un año más.

Garoña se merecía otro final, no haber sido abandonada por una mejor causa para algunos. La instalación, con lo que todo ello representa -profesionales, entorno, energía, industria, empleo...- exigía cuanto menos un justo debate en el ámbito técnico, medioambiental, energético y social. Y si tras él la decisión apropiada hubiese sido su clausura, pues adelante, pero no así, entregada a los leones de la sin razón. Para Rajoy todos contentos, pero ha gastado entre otras cosas un importante as de su baraja el de la credibilidad: donde dijo digo, ahora dice Diego. Fin de la cita, señor presidente.