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La tentación del abismo

Roberto: «Faltaba un cuarto de hora para que llegara a su fin el tiempo fijado para el examen. Guardé el bolígrafo y me crucé de brazos. Un nuevo suspenso con el que adornar mi expediente. Dos en una semana. No era mal promedio. Una carrera que iba directa al precipicio, como la del pobre e injustamente tratado Coyote en sus persecuciones del odioso Correcaminos. Así era yo: un dibujo animado condenado a recibir siempre los golpes de humor.

Me daba igual. No quería estudiar. Lo odiaba. Peor aún: me aburría convertir mi memoria en una celda repleta de información que nunca me serviría de nada porque jamás sería abogado. Mi padre debería asumir pronto que conmigo se cortaba la exitosa rama de la familia. El problema no se arreglaba cambiando de estudios porque no había ninguna carrera que me atrajera lo suficiente. Si se pudiera fabricar una carrera a mi medida tal vez hubiera una esperanza: un poco de historia, algo de geografía, unos toques de literatura, mucho cine y gran presencia de cómics y videojuegos. Y música, claro.

No se ha esforzado mucho, me dijo la profesora cuando puse el examen sobre la mesa

No, la verdad es que no, reconocí intentando no dar la impresión de ser un cínico. Ella no tenía la culpa y, en cierto modo, la compadecía. Día tras día condenada a recitar lo mismo ante las bandadas de loros que se matriculaban para hacerse con un título como quien colecciona búhos. Me despedí con una sonrisa amistosa pero ella lo tomó como una provocación e hizo un gesto enérgico con la cabeza para que saliera del aula. Lo hice y cuando salí al pasillo tomé una decisión: dejar aquella carrera, salirme de la pista y crear mi propio plan de estudios. Después de todo, mi padre tenía dinero suficiente para costear mi fracaso y hacer del abismo una tentación».

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