Estamos asistiendo a un proceso de vituperio e injuria hacia la lengua escrita como nunca se había visto en toda la historia. Antiguamente ese vituperio sólo afectaba al lenguaje hablado, porque los pocos que podían permitirse estudiar, lo hacían de forma bastante severa. En cambio hoy en día tenemos el menor número de analfabetos y el mayor número de analfabetos funcionales, y de este modo se han disparado las posibilidades y las ocasiones para cercenar el idioma, todo ello en un marco amplificado por los medios tecnológicos de comunicación que están al alcance de todos.

Tan sólo hace veinte años la difusión de los ordenadores era muy limitada y no era fácil prever que en tan poco tiempo esta tecnología doméstica se convertiría en una ventana hacia un mundo nuevo -internet- con todas sus consecuencias buenas y malas. No cabe duda de que hay muchas ventajas en la fruición de este nuevo mundo, pero deberíamos detenernos un momento para reflexionar sobre lo que posiblemente hayamos perdido.

Hace veinte años cualquier búsqueda bibliográfica se tenía que hacer en buena medida en una biblioteca -física, no virtual- y no se puede negar que todo aquello implicaba unas emociones bastante particulares: arreglárselas buscando un libro catalogado a veces de forma incomprensible, el olor de los viejos volúmenes, el silencio de una sala de lectura, etcétera. Y retrotrayéndonos un poco más en los años podríamos hablar del uso de la máquina de escribir: como corregir los errores no era tan fácil como ahora, en un potencial escritor se desarrollaban cualidades como la cautela y la agudeza tan pronto como estuviese cansado de romper borradores.

Pero no es éste el punto clave. Antes de la revolución informática -porque de auténtica revolución estamos hablando, y de las más grandes-escribir era cosa seria. Antaño escribir implicaba necesariamente el hecho de coger una hoja y una pluma, casi como un ritual, incluso para escribir la más sencilla postal desde el más trivial lugar de vacaciones. Por no hablar de sentarse al escritorio y escribir en gran estilo: cartas, misivas, epístolas.

Escribir de forma correcta y clara implica el hecho de que también tengamos claro nuestro propio pensamiento: de lo contrario el resultado será insatisfactorio. De este modo, la tarea de escribir nos obliga a clarificar lo que pensamos, cosa que a menudo nos lleva a discrepar de lo que habíamos pensado en un primer momento.

Tras el advenimiento de la era de internet las cartas han ido perdiendo importancia. Pero en los comienzos de esta nueva época, el email conservaba casi todo el carácter de la misiva ordinaria. Sucesivamente, poco a poco también el email bien escrito fue perdiendo terreno a favor de una comunicación más inmediata: escribir bien ya se estaba convirtiendo en algo dispendioso y poco rentable.

Pero ahora ya estamos en la apoteosis. Ya se acabó el tiempo de las cartas, los emails y paridas semejantes. Ya parece suficiente un mensaje defectuoso y desprovisto de una formalidad mínima. Palabras mancas, cojas, claudicantes y sintaxis débil revelan un problema del que todo eso sólo es una manifestación superficial. Debajo de la superficie está el verdadero problema: una falta de lógica, que es el verdadero aglutinante del pensamiento.

¿Qué es lo que nos ha llevado a esta situación?

Sin duda, ha sido el desuso en el que han caído, o están cayendo, las viejas costumbres: leer libros en carne y hueso, escribir cartas de papel y tinta, ver el idioma como posibilidades expresivas y no como un conjunto de normas de las que merece la pena escaquearse.

No es una casualidad que el mismo Steve Jobs, fundador de Apple, limitara o prohibiera el uso de aparatos electrónicos a sus hijos, y la misma opinión parecen tener otros personajes importantes del mundo de la informática. Esta gente, que tonta no es, ha entendido perfectamente que el uso prolongado de estos aparatos electrónicos puede conducir a una dependencia, pero sobre todo al atontamiento, derivado del desuso de costumbres sanas.

Las redes sociales ofrecen la oportunidad de expresarse en un ambiente en el que no hay filtros lingüísticos ni nada por el estilo, y donde se da la posibilidad de sustituir las palabras con caritas para exteriorizar estados de ánimo. Un hecho preocupante es que las nuevas generaciones tienen un vocabulario cada vez más limitado, y parecen expresarse, más que en un idioma, en una jerga de frases hechas porque de lo contrario al grupo le cuesta entenderte. A estas alturas no hace falta decir que el rumbo tomado por estas nuevas generaciones es el de un empobrecimiento intelectual inquietante.

A raíz de todo lo dicho, pues, tendríamos que responsabilizarnos todos para no ceder ante el embrutecimiento. La realidad verdadera se está devaluando a favor de una realidad virtual y ficticia, el mundo de la red. Pero la imagen de un paisaje en una pantalla nunca podrá sustituir el paisaje de verdad.