La reciente reunión del Comité de Sabios, también conocido por Los sabios de Montoro, que el pasado 25 de julio ha dejado las cosas más o menos como estaban en materia de política económica española, ha vuelto a poner sobre la mesa el problema de los «comités de expertos» elegidos por los gobiernos para justificar a cargo del erario público ante las clases populares los sacrificios económicos que por fuerza deben realizar. Esta es la realidad: los entes reguladores de sectores energéticos clave aceptan sobornos directos o indirectos de los bancos o empresas que presuntamente deben regular para que legislen a su favor. Las agencias de calificación crediticia (Fitch, Moody o Standard and Poors), unas sociedades anónimas, es decir, privadas, cometen la impostura desde su correspondiente ánimo de lucro de ejercer el cargo de «supervisores independientes» del nivel de solvencia de países enteros, a los que pueden hacer quebrar por intereses especulativos. Tales supremas autoridades incontestadas ni siquiera aciertan en las previsiones aparentemente más sencillas de bancarrota o insolvencia inminentes (Enron, World Com, hipotecas subprime), de suerte que durante los años de la burbuja inmobiliaria calificaron con la triple A de la máxima solvencia los créditos basura de los bancos que los untaban, razón por la cual se multiplicaron sus beneficios empresariales a cargo de la futura recesión mundial. Las grandes empresas de contabilidad (Ernst&Young, Pricewaterhouse, Deloitte y KPMG) asesoran a los gobiernos para hacer leyes fiscales y luego explican a sus adinerados clientes cómo pueden saltárselas o explotar su ambigüedad en lo que la Comisión de Cuentas Públicas de la Cámara de los Comunes británica definió en 2013 como «cazadores furtivos que se convierten en guardabosques y luego otra vez en cazadores furtivos».

Y es así como el refrán disuasorio Doctores tiene la Iglesia que antaño aconsejaba a los laicos que guardaran para sí sus opiniones en materia de fe (pues la opinión de los ignorantes es herejía allí donde hay Doctores infalibles) se ha transformado en un Expertos tiene el Estado que desautoriza el punto de vista de los ciudadanos corrientes. Harold Laski ya resumió hace medio siglo este actual complejo de falacias interesadas: según dicen los que saben, resume Laski, nuestro mundo es demasiado complejo para el hombre sencillo, incapaz de encontrar en su ignorancia e indiferencia las posibles soluciones a nuestros problemas. Al igual que acudimos al médico para curarnos o al ingeniero para levantar puentes, debemos confiar en el experto en cuestiones de política social. De tal forma se rodea al ´experto´ en economía, derecho o política de un aura de veneración no muy distinta a la que suscitaba otrora el sacerdote, pues para el hombre común, el experto y el sacerdote conocen un misterio en el que los no iniciados jamás podrán adentrarse.

Esta aura de superioridad incontestable e impenetrable para el vulgo es falsamente lanzada en torno al busto del experto económico, político o administrativo por los defensores elitistas del statu quo. Como señala Laski, más allá del embrujo de los dígitos y las cifras, el ´experto´ en realidad no suele conocer sino el estrecho terreno de su especialidad, lo cual lo incapacita para comprender en perspectiva los problemas sociopolíticos. En vez de adaptar el problema a la complejidad como un factor de análisis más, tiende a poner en su centro el eje donde todo debe converger. La tan buscada despolitización contemporánea de las clases populares camina pareja con la reiterada y flagrante incapacidad de los supuestos gurúes de la economía o de la política para prever las crisis más graves, una incompetencia de la predicción que no les lleva a adoptar una actitud más humilde o autocorrectiva al modo del método científico, sino a la negación típicamente sacerdotal de la realidad: «El experto suele tener un espíritu de casta que le incita a despreciar cuanto no sea dicho por uno de los suyos. Sobre todo, y más aún en el ámbito de las cuestiones sociales, el experto no alcanza a comprender que sus juicios, hechos más allá de lo estrictamente empírico, acarrean un conjunto de valores que no gozan de ninguna autoridad especial». Así, por ejemplo, los economistas de principios del siglo XIX coincidían en advertir que la reducción de la jornada laboral acabaría con la prosperidad general. Este prejuicio de clase tan convenientemente expuesto a modo de conclusión científica les impidió ver que al limitar un mecanismo para obtener beneficios se estaba incitando a explorar otras vías que terminaría compensando las posibles pérdidas producidas por la medida en cuestión. Al mismo género obedece la fórmula «desempleo tecnológico», un incremento del paro que se derivaría de forma automática del progreso de la técnica en nuestros días, dado que las máquinas pueden sustituir las manos o las cabezas.

La reducción del horario laboral ante la mayor eficacia de las máquinas no entra sin embargo en el abanico de las soluciones posibles propuestas por el experto; en épocas de dificultad económica la cantidad y calidad del empleo empeora y aumentan las horas trabajadas en formas de horas extra no pagadas entre otras, pero en épocas de prosperidad económica o de aumento del rendimiento de la producción los economistas consideran obvia la opción de doblar los beneficios empresariales e inimaginable, sin embargo, la de reducir a la mitad los esfuerzos de los empleados. La ley del embudo se disfrazará una vez más de lógica irrefutable para perpetuar la desigualdad.