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Es muy fácil

Es muy fácil que sea el primer pensamiento de la mañana. Y sin darnos cuenta, sonreír con la exhalación hipnótica que provoca la ilusión. Es muy fácil mirarle a los ojos y llegar a reflejarte en ellos. Es muy fácil sentir que sus palabras son lo más bello que has escuchado ese día. Es muy fácil buscar su mano y sujetarla como si ese gesto fuese capaz de debilitar huracanes. Es muy fácil cambiar los planes para comer juntos. Es muy fácil conmoverse cuando lo ves acercarse. Es muy fácil buscar sus labios. Es muy fácil encontrarlos. Es muy fácil seguirle con la mirada mientras se aleja, deseando que se gire y sonreír ante el deseo cumplido. Es muy fácil echarle de menos. Es muy fácil enviar un wasap que mantenga el latido aunque nuestra jornada laboral esté siendo un infierno. Es muy fácil dejar de pensar en ti y empezar a buscar la camisa que le sentaría bien, la película que le gustaría ver, la canción que compartir. Es muy fácil hacerle sentir que está contigo aunque os separen cientos de kilómetros. Es muy fácil comprender que su paraguas es lo único que necesitas en medio de la tormenta. Es muy fácil desear su cuerpo desnudo. Es muy fácil contemplar como se seca al salir de la ducha. Es muy fácil imprimir corazones en los comentarios de sus redes sociales. Es muy fácil permanecer en silencio a su lado. Es muy fácil converger. Es muy fácil descubrir, proponer, disponer, planificar, imaginar.

Es muy fácil... si quieres. Por eso rechazo la dificultad como argumento y excusa. No entiendo a las personas que son capaces de convertir el comienzo, con todo lo que tiene de ilusión y descubrimiento, en algo complejo y tortuoso. Esas que se definen a sí mismas como difíciles y convierten todo lo que rozan en una contrariedad. Esas que salen a la calle una tarde lluviosa pero no quieren mojarse. Esas que se acomodan en el asiento del copiloto sin preocuparse de seguir el mapa, poner música que os guste a los dos o procurar una buena conversación. Esas que nunca llaman cuando no te lo esperas. Esas que nunca escriben, solo contestan. Esas que siempre están tan ocupadas que apenas te dejan un hueco donde esperar. Esas que te hacen creer que están cuando nunca han estado. Esas que hacen de la duda dogma. Esas que te joden pero tienes que ser comprensivo con su indecisión. No estoy hablando de amor. Aún no. Es demasiado pronto. Aunque me gustaría saber cuánto tiempo es el prudencial para poder empezar a ponerle nombre a los sentimientos. Estoy hablando de saber lo que se quiere, lo que se desea, antes de implicar a otros en nuestros caprichos o tentaciones. Ya sé que más de uno (y de una) estará ahora interpretando estas palabras y sacando conclusiones sin fundamento. Sería muy triste que me leyesen pensando en la forma y no en el fondo. En cualquier caso, y para que puedan disfrutar del resto de la columna sin sobresaltos, les diré que no estoy hablando de mí. Hablo de algo que veo a mi alrededor y que no me gusta; algo que he sentido pero que, no sé si por costumbre o por descalificación, hace tiempo que dejé de sentir. Es jodido tener que acotar nuestra libertad para proteger nuestra seguridad. Sí, hay auténticos terroristas emocionales sueltos por ahí. Y hay que andar con mucho cuidado si uno no quiere acabar destrozado ante la detonación de un imprevisto. O tal vez esté escribiendo esta columna en un desapacible día gris. Puede que no tenga suficiente ropa de invierno. O no sepa abrigarme correctamente.

No creo ser un tipo excepcional y, sin embargo, soy capaz de reconocer, en una cita de una hora, si una persona me interesa o no. Y si me interesa, apuesto. Y si apuesto, el resto es muy fácil. Eso no asegura nada pero sí determina mi actitud a partir de ese instante. Y si yo puedo hacerlo, que no soy nada excepcional, me sorprende que existan tantas personas incapaces de saber lo que quieren antes de empujarnos a la desilusión o, lo que es peor, a esa desesperante sensación de ridículo.

Si uno quiere, es muy fácil. Empezar a amar es lo más sencillo del mundo. No es lógico que dos personas que acaban de conocerse y (supuestamente) se atraen tengan tantos obstáculos para poder quedar una tarde, para mantener una conversación, para planificar un encuentro. Las relaciones se vuelven difíciles con el tiempo, cuando la pasión se convierte en cariño, cuando los disgustos y los percances se manifiestan, cuando las emociones se aburguesan y volvemos la vista hacia el origen para humedecer con nostalgia la mirada. Es ahí cuando el amor demuestra si se sustenta sobre pilares fuertes o no. Pero eso llega con el tiempo. Cuando dos personas se conocen y quieren compartir su instante, es muy fácil. Lo que no tiene sentido es intentar jugar al parchís sin fichas, sin dados y sin que te guste mucho el parchís. Es preferible ser honesto con uno mismo antes que desconsiderado con los sentimientos de los demás. Podría argumentar que las redes sociales, en especial las de contactos, han trivializado nuestros sentimientos, los han convertido en una app con la que jugar a descubrir a cuántas personas les gustamos, pero eso sería un error. Nada de lo que nos rodea es bueno o malo en valores absolutos. Somos nosotros, los seres humanos, los que convertimos nuestro entorno en un lugar agradable, participativo, o en un invierno sin calefacción. Es nuestra decisión. Así de fácil. La dificultad no tiene ningún mérito. Lo admirable es hacerlo fácil.

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