Si miramos el mapamundi desde Mauritania hasta Afganistán, veremos que el mundo islámico forma una media luna que rodea el sur de Eurasia. Apenas descubrimos en esa franja un país que no esté sometido a sacudidas catastróficas. Casi todos han sido desestabilizados, de uno en uno, por políticas erróneas. Mientras esto sea así, no podremos aspirar a vivir tranquilos. Si no es el terrorismo, serán otros problemas. Pero la pequeña península europea no puede querer vivir al margen del destino de la inmensa tierra con la que linda. No podemos pretender que la humanidad que nos rodea se hunda en la angustia y la ruina y nosotros no nos enteremos. Desde hace milenios, eso no sucede. Hoy todavía menos. Una fuerte cadena existencial, producida por infinitos lazos humanos, unifica historias dispersas, algunos de cuyos miembros pueden estar en cualquiera de los países de esa franja de caos, y otros en alguna de nuestras capitales. Pendientes de un hilo, la desesperación puede avanzar a golpe de teléfono móvil o de Skype desde Karachi hasta Estocolmo. Allí ya es aquí, de un modo u otro.

Preparar un futuro solvente para este escenario de presente implicará examinar nuestro arsenal cultural europeo para extraer respuestas adecuadas. El arsenal español nos dará pocas herramientas. Pero tenemos algunas. Pronto, nuestros musulmanes serán varios millones. No podemos hacer como que no existen. La inmensa mayoría de los que han llegado hasta nosotros sabe que han encontrado un hogar seguro en nuestras tierras y no desean convertir nuestras sociedades en el caos que ellos dejaron atrás. Lo decía un portavoz: «El terrorismo no nos va a quitar lo que hemos conseguido». No son ellos el problema, y lo sabemos. El problema surge cuando sus hijos miran nuestras sociedades sin la experiencia de alivio que para sus padres representó instalarse en ellas. Es la generación joven y la que ha nacido aquí la que debe preocuparnos más. Y sin implicar a líderes y familias en las realidades públicas españolas, será difícil tener éxito.

Ellos tienen los problemas de nuestra juventud, pero agravados y sin las salidas a la mano de nuestros jóvenes. Por eso los expertos alertan. El riesgo es que el terrorismo se convierta en una especie de cultura juvenil, que sea una respuesta al desconcierto temporal que amenaza a todo joven. Sabemos la inestabilidad y la precariedad de una vida joven en nuestras sociedades. Son todavía mayores en la juventud musulmana europea. Ellos tienen la posibilidad de destruirse al identificarse con un relato capaz de idealizar la violencia. Una lejana historia rota, en cualquier momento, en cualquier lugar de esa franja de muerte, puede traer la desolación a miles de kilómetros de distancia, hasta nosotros. Cuando hemos visto las imágenes de Siria, de Irak, de Palestina, de Yemen, de Kabul, o la miseria de Marruecos, eso es probable.

Por supuesto que se trata ante todo de una guerra civil interna al mundo islámico en la que son masacrados sus propios correligionarios. Sin embargo, fue despertada por nuestros errores. En todo caso, hay mil formas de contar esa historia y esa guerra, y la inmensa mayoría de ellas alimentará el odio a occidente. La historia colonial y poscolonial ofrecerá materia para ello, hasta ayer mismo. Seguro que el imán de Ripoll montó un buen puñado de esas historias sesgadas para implicar a sus jóvenes seguidores en la idea de que ellos formaban parte de esa guerra. Si no entendemos que esas historias generan ante todo un mecanismo de intensa solidaridad sectaria, entonces no comprendemos el salafismo. Esa solidaridad refuerza otros vínculos existentes hasta generar una comunidad de muerte. Miremos los apellidos de este grupo catalán. Todos están tejidos de fuertes lazos de sangre, hermanos con hermanos.

Las madres pueden llorar. Pero ¿qué son los padres cuando la superioridad del joven se acredita en que él tiene respuestas absolutas y una causa por la que morir? Una solidaridad más fuerte que la familiar se abre camino en esa comunidad secreta que una autoridad vincula, con su densa montaña de historias. Por un día lograrán la gloria que responde a la megalomanía juvenil. Cualquiera de los escenarios europeos se parecerá a los escenarios de sus hermanos de Bagdad, de Damasco: allí como aquí, la sangre por las calles y los mártires. Y lo habrán hecho ellos. Así se hará visible la unidad de experiencia entre los nuevos hermanos. Nosotros, que no tenemos ni la más mínima noticia de esos vínculos, apreciamos sólo la irrupción de la barbarie con todo su siniestro potencial. Ellos viven en esos escenarios mentales desde meses. Eso que para nosotros es absoluta barbarie, para ellos es vida cotidiana. Su función es librarlos de una sociedad que ya les resulta por completa ajena. No hay condiciones sociales especiales para explicar ese fanatismo. Sólo hay condiciones psíquicas. Y en ellas hace estragos la magia de la palabra.

En efecto, no hay que imaginar siniestros poderes en la sombra que mueven los hilos desde lugares conocidos. Aunque existen, y aunque paguen esbirros, estos son eficaces cuando conectan con los escenarios de la vida cotidiana de jóvenes, con las fragilidades de sus aparatos psíquicos, con sus dificultades cotidianas, con sus sentimientos y afectos. Sin esa política de afectos, solo con el odio, no se unen doce jóvenes camino de la muerte. Tiene que mediar una palabra mágica y cínica que traduzca el odio en vínculo, en emulación, en solidaridad, en honor. De ahí brota la probabilidad de una evolución psíquica capaz de sublimar el crimen en acción gloriosa. ¿Hemos olvidado que esas mismas técnicas nutrieron de jóvenes vascos a la lucha armada generación tras generación durante medio siglo? Un grupo de jóvenes es llevado hoy al crimen de masas suicida con la misma facilidad con que otros fueron llevados al asesinato. Como entonces superamos el problema, ahora la haremos también. Si no nos equivocamos.

En todo caso no podemos dejar de preguntarnos: ¿Cómo esos jóvenes acabaron en manos de un expresidiario, de un aventurero? ¿No tiene nada que hacer el Estado sobre esto? ¿Nada que examinar respecto de alguien que va a estar dotado de autoridad pública y va a emplear la palabra con todo su potencial mágico? Como es natural, nuestra sociedad no está en peligro por ello. Hoy como ayer solo están en peligro nuestras vidas. Pero una de las formas más evidentes de demostrar la inutilidad de aquellos crímenes del terrorismo etarra fue responder como una sociedad unida, capaz de identificar de forma clara sus valores fundamentales. Eso significó ante todo responder con el derecho. Ni prejuicios, ni venganza, ni juicios prematuros y sumarios a colectivos. No condenamos entonces a los vascos, ni condenamos a los nacionalistas. Condenamos a los asesinos. Supimos distinguir entre la gente de paz y los violentos. Ahora lo haremos también. Esto nos concierne como españoles. El terrorismo etarra se equivocó al pensar que tenía enfrente una sociedad frágil, que no aguantaría la presión. Al final tuvo que reconocer que no era así. La palabra que traducía el odio en honor perdió su magia.

Pero cabe preguntarse si somos la misma sociedad que supo arrinconar a ETA. Hemos de recordar que el atentado de Atocha produjo una sociedad dividida durante una década. Eso no puede repetirse. De eso depende nuestra democracia. Nuestros Estados en su larga historia fueron pensados y diseñados para producir homogeneidad. Ahora tenemos que pensarlos capaces de administrar heterogeneidad. Sin embargo, tenemos dificultades para administrar nuestra propia complejidad histórica, nuestras diferencias de memoria y de comprensión de la patria. Ahora tendremos que atender una nueva complejidad, cuando no hemos resuelto del todo la vieja. Pero quizá resolver este nuevo problema nos ayude a dimensionar nuestras diferencias, desde la conciencia de que seremos más débiles si las extremamos. Salir bien de este doble reto va a exigir mucha prudencia, discreción y sobriedad. Y mantener la cabeza fría frente a los energúmenos que recetan arcaísmos violentos. Esa es la tarea de un duelo español por los muertos de Barcelona.