Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Los bolardos de la democracia

Sí, yo sí quiero que se pongan bolardos en las principales arterias peatonales de València, porque los coches de la policía nacional que con buen criterio ha situado Juan Carlos Moragues en algunas de sus confluencias no podrán permanecer siempre en ellas.

Hasta este sábado, día de la manifestación en Barcelona, trufada desde el inicio de contratiempos protocolarios y no protocolarios, es mejor la prudencia y el cultivo de esa vaporosa sensación de unidad institucional frente a la carnicería de Barcelona y los atentados de Cambrils.

Pero luego habrá que hablar y con claridad, entre otras cosas porque la democracia no puede seguir como está. Precisamos una refundación de la determinación de su clase política en general, una renovada confianza institucional, un diálogo entre las Administraciones del Estado y un clima de no agresión constitucional de algunas contra él.

Por descontado, el referendum catalán debería ser cosa olvidada, pero mucho me temo que Puigdemont no ceda ni un ápice al buen sentido y a la lealtad constitucional. Desde ella cualquier diálogo y negociación política, incluida una reforma constitucional de algunos aspectos del Título VIII son perfectamente posibles, en este momento por contra absolutamente inviables.

Los atentados, como siempre en España, han sido utilizados politicamente en beneficio de algunos. No los nombro. Son claros.

Y en detrimento de la representatividad y ejemplaridad conjunta del Estado en otros, tampoco los designo.

La foto de la Plaza de Cataluña, lamentablemente, no pasará de ser una foto. La más querida y apreciada por la ciudadania española en estos momentos: la fotografía que constatará, de veras, la unidad política e institucional frente al terrorismo yihadista.

Pero no es tal, porque la coordinación entre los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado ha resultado quebradiza y frágil, cuando no contradictoria y desencajada.

No es tal porque los «observadores» del pacto antiyihadista deciden no sumarse a él por razones ciertamente espúreas frente a la amenaza gravísima que padece España en estos momentos.

Hemos padecido el segundo atentado más grave y mortífero tras el 11-M. No parece en algunos sectores que esto se haya entendido de la forma, aquí sí, radical que precisamos.

Habrá que ir pensando también que en las democracias europeas algo nos ha fallado. Que el discurso multicultural, inclusivo, etnicista e integrador no ha dado resultado. Entre otras cosas porque es falaz y desgraciadamente no acierta en sus diagnósticos.

No todo puede ser integrado en cualquier conjunto social. No todos son integrables. Esa falacia ha dominado el panorama intelectual y político de nuestras democracias desde los años 60 en adelante. Con los resultados que hoy estamos viviendo de modo desasosegado, paralizante y ciertamente nocivo para el normal desarrollo de nuestras libertades y de nuestra seguridad. Ese binomio siempre tan complejo de conjugar y que no es fácil de llevar resolutivamente a la práctica.

No perdamos la perspectiva tras los atentados de Barcelona. Cosa muy fácil en estos momentos: son ellos, los que atentan, los asesinos, nosotros las víctimas. Son ellos que los que deben integrarse, nosotros no somos los culpables de su no integración. No eran «buenos chicos con problemas propios de la edad y de la falta de integración». Eran asesinos despiadados, alimañas que no tuvieron ni un ápice de humanidad con sus víctimas absolutamente inocentes e indefensas. No caigamos en la patología de la perversión ideológica. Ni en las trampas de la semántica. Porque no podemos ni nos lo podemos permitir.

Yo no quiero una democracia de bolardos, aunque ahora sean necesarios. No quiero una sociedad, la nuestra, retrepada tras ellos y atemorizada, se quiera o no se quiera decir, por la posibilidad azarosa de morir de forma aleatoria y banal por atentado terrorista.

Cada país tiene aquello que cultiva, enaltece, tolera y consiente. Sin ningún género de dudas hace falta refundar la determinación, consistencia y fuerza legal de nuestras democracias europeas. Sin ello estamos perdidos. Dígase como se quiera o niéguese como mejor convenga.

El terrorismo yihadista no puede ni debe ser explicado como el resultado de nuestra culpabilidad occidental. No somos nosotros los culpables ni los responsables de él. Esto es una falacia monstruosa y de efectos devastadores para la seguridad pública.

Son los terroristas los asesinos y también son en alguna medida corres ponsables aquellos que alimentan el autoodio de occidente con respecto a sus raices, tradición cultural y sentido histórico.

Los que no acuchillamos, ponemos explosivos o atropellamos impunemente a viandantes en paseos y ramblas somos los que tenemos la razón. Porque el resto es barbarie y sinrazón absoluta.

Compartir el artículo

stats