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Pequeñas miserias

Luis: «Pasó los trece meses más angustiosos, amargos e inolvidables de mi vida peleando por Ana. Día y noche desde que un maldito accidente de moto la dejó postrada en la cama. Sin descanso. Sin dejarme llevar por la desesperación que a veces la asaltaba a ella porque no había avances en su recuperación. Poniendo buena cara a los peores tiempos, sonriendo cuando por dentro me desgarraba, sacando fuerzas que yo mismo ignoraba tener. Ni Ana ni nuestras familias me vieron nunca derrotado, jamás dejó que mis sombras les apagaran sus ilusiones.Mi cuerpo lo acusó. Diez kilos menos, ojeras, canas, arrugas que surgieron donde siempre hubo piel tersa, pero habiendo una persona en peor estado quién se va a fijar en las heridas de los demás, en los daños colaterales de una guerra sorda y prolongada por devolver un cuerpo maltrecho a la normalidad. Y un día el médico te sonríe de forma especial y comunica que las cosas ya van mucho mejor y que los daños más graves empiezan a batirse en retirada y que lo que parecía irreparable ya no lo es tanto. Y hay hasta sonrisas esperanzadas y empiezan a llegar días felices.

Con secuelas, pero vencedores, nos dispusimos a regresar a la vida con ánimos renovados, aunque sin perder de vista la certeza de nuestra fragilidad, como dos soldados que han visto la muerte de cerca, cara a cara, y cuando vuelven a la paz descubren que no tienen nada que decirse. Por eso no reprocho a Ana que se fuera con un chico diez años más joven y completamente distinto a mí. Guapo, deportista, despreocupado, intrascendente. En serio. La comprendo. Quién sabe, tal vez en su situación yo hubiera hecho lo mismo. Quizá no sea una forma admirable de mostrar gratitud después de haberle entregado lo mejor de mí en su combate a vida o muerte (incluso salieron virtudes que yo mismo ignoraba), pero qué somos los seres humanos sino víctimas de nuestra fragilidad egoísta, prisioneros de nuestras pequeñas miserias que salen a la luz a través de las sombras golpeadas por la fatalidad».

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