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Pensar en Barcelona

La brutalidad de los atentados yihadistas en Barcelona y Cambrils verifica un punto y seguido del fanatismo islámico en suelo español trece años después del 11M, cuando creíamos que la experiencia del país en la lucha antiterrorista era un escudo contra la ola asesina que se extiende en Europa. Al propio tiempo, la rapidez con que fue desarticulada la célula responsable concentra las miradas en la colaboración de los efectivos de seguridad. Sin menoscabo del mérito de los Mossos y otras policías locales de Cataluña, ha sido evidente la eficacia de los cuerpos y fuerzas estatales, cuyos entes representativos deploran, sin embargo, actitudes insolidarias en la detección y aniquilamiento de los terroristas. Es innegable que hubo fallos de prevención urbana y de coordinación en la respuesta desde el minuto uno de los atentados. Previamente fichados, o no, los autores se movían a su libre albedrío, almacenaban medios destructivos y planeaban estragos de dimensión mucho mayor. Abortados sus planes de momento, no es sensato creer que queden erradicados en territorio español. Es lo que hace indispensable un pacto antiyihadista que consolide como principio básico la interacción de todos los cuerpos de investigación y represión del país, estatales y locales.

Desdichadamente, las libertades y los derechos que tutela nuestra democracia no bastan contra el terror, pero no deben sufrir por ello rebajas ni condicionamientos. Y tampoco la actitud receptiva ante los movimientos migratorios, si bien tenemos muy claro que el terrorismo no es un problema de la democracia sino del Islam. La inmensa mayoría de nuestros convecinos musulmanes es gente de paz, respetable en la preservación de su cultura y costumbres. Pero no debe inhibirse de las responsabilidades que a todos nos alcanzan, de manera especial la de no guardar silencio sobre los datos y las sospechas de hostilidad, fanatismo o radicalización de individuos y grupos capaces de urdir masacres como la de Atocha en 2004 o la Rambla barcelonesa en este verano de 2017. Es realista temer que la convivencia se degrade en una nueva "era de la sospecha", pero es mucho peor el resentimiento, incluso el odio, que hechos como los citados pueden provocar en los ciudadanos pacíficos, incluidos ellos mismos, por no colaborar en la detección del peligro si en algún caso pueden hacerlo.

La indignación por la masacre criminal en la Rambla señaliza bien a las claras la necesidad de un escudo protector erigido con todos los medios posibles, que -incluyendo los organismos internacionales de seguridad- no pueden bajo ningún concepto asumir la exclusividad de los locales. Tristemente, el separatismo catalán no ha tenido la grandeza de superar sus enunciados ideológicos cuando distingue entre víctimas catalanas o españolas, ni al condecorar a la policía local ignorando a las estatales. Ni siquiera el error de sostener una precaria mayoría legislativa con impresentables antisistema, enajenados en presencia y palabra del dolor general hasta que vieron las orejas del repudio civil y, aún así, con condiciones excluyentes; ni siquiera esto es democráticamente admisible en circunstancias como las vividas, que están emocional e intelectualmente muy por en encima de las ambiciones políticas. La reacción del mundo entero ha sido solidaria con Barcelona, pero las reciprocidades se negocian ente estados, reconocidos como tales por todas las demcracias.

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