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A vueltas con el islam

El conflicto entre el Islam y Occidente no hace sino poner luz al fracaso de nuestra modernidad, cuya falta de equilibrio ético hace cada día más difícil creer en su agenda. Si el destino de los otros es, además, ser vitaliciamente periféricos, se entiende que algunos de sus miembros opten por una aventura extrema tan romántica como terrorífica.

Tras la dolorosa conmoción provocada por los atentados de la pasada semana en Barcelona, un aluvión de informaciones, emociones y opiniones han inundado todos los canales. Lo que se ha venido en llamar islamofobia, por ejemplo, se ha expandido a través de las redes sociales, tan activas e inmediatas como tóxicas, pero al mismo tiempo se observan oleadas ciudadanas favorables a la concordia multicultural -aunque no tanto plurinacional- así como un océano de sentimentalismo compungido. Las mismas redes han difundido también numerosos bulos que los propios servicios de la policía han tenido que ir desmintiendo para evitar la paranoia social. Sin embargo, la colaboración ciudadana ha sido necesaria, al mismo tiempo, para culminar la localización de los artífices de la estúpida matanza.

Los medios de comunicación han suministrado también muchísima información. Tanta y tan rápida que produce escalofríos comprobar que en este país no hay sistema policial ni judicial capaz de mantener mínimamente ningún secreto sumarial. Gracias a esta exhaustiva labor periodística conocemos las múltiples ineficiencias que envuelven el caso. Sabemos con pelos y señales de la descoordinación y recelos de los Mossos d´Esquadra, la Guardia Civil y la Policía Nacional, por no hablar del CNI y Europol. Conocemos las andanzas del imán de Ripoll, las carencias de los jueces españoles para comprender y prevenir la yihad o las discusiones de las autoridades sobre los bolardos o los permisos penitenciarios.

Multitud de expertos y opinadores han enfatizado muchos ángulos de la cuestión. Por ejemplo, la fractura social sigue en candelero como fundamento explicativo y hay quien culpa todavía a la coalición internacional que metió la pata en el avispero de Oriente Medio, o a la mano oculta que todo lo mece, cómo no, israelí. Otros han subrayado la hipocresía occidental que sigue vendiendo armas a la teocrática monarquía saudí o permite la expansión a través del fútbol del radicalismo catarí. Y muchos otros solicitan una clara distinción entre el islam y el yihadismo, aunque no queda claro el papel del rigorismo religioso, su vertiente salafista, por ejemplo, en este apogeo terrorista que se ha adueñado del mundo que creemos civilizado.

Finalmente, cada cual termina por ver y analizar la cuestión en función de cómo le encaja en su sistema de valores y opciones políticas, incluidas las soberanistas. Visiones, siempre, desde nuestro lado del problema, sobrecargadas de ideología occidentalizada y frente al mutismo o la mera simplificación por parte árabe. De tal suerte que me ha resultado indispensable volver a una lectura antropológica del tema, para lo cual he rescatado un texto formidable de Clifford Geertz, Observando el Islam, un ensayo publicado en Yale en 1968 y cuya primera edición castellana está fechada precisamente en Barcelona, en 1994.

El norteamericano Geertz es uno de los grandes antropólogos de nuestro tiempo y sus conclusiones teóricas no pueden ser más plausibles para abordar el conflicto cultural que parece subyacer entre Occidente y el Islam, pues por más que muchos se empeñen en obviar este asunto, la yihad o guerra santa que está generando el terrorismo contemporáneo tiene su base en dicho conflicto, entre otras cuestiones porque el conflicto, como señala Geertz, es innato a la proliferación de las culturas como el egoísmo lo puede ser entre los niños tal como explican los psicólogos. Hacer aflorar este desencuentro, y no negarlo o reducirlo a cuestiones ajenas, es el camino para comprenderlo y minimizarlo, convivir con él sin padecer sus efectos más negativos: conllevarlo.

Geertz estudió el Islam con observaciones directas. Permaneció largo tiempo en Indonesia (durante los años 50) y en Marruecos (en los 60) y extrajo conclusiones que a la luz de los acontecimientos actuales son reveladoras. Para nuestro antropólogo, el Islam es un universo cultural complejo y diverso, con diferencias notables en los casos extremos estudiados, de tal suerte que cuestiones históricas y geográficas son muy importantes en el desarrollo del mismo. Frente al islamismo de Java, más espiritualista, influido por el cercano hinduismo, el marroquí presentaba una naturaleza más agresiva, provocada por la tensión permanente que el medio hostil de las montañas y el desierto genera frente a los valles agrarios más fértiles y donde se asientan las ciudades clásicas magrebís.

Cabría, por tanto, extender esa dialéctica de la tensión geográfica a todo el ámbito sahariano y a Oriente Medio, donde el Islam se convirtió en el culto a los santones y en la severidad moral, "entre el poder mágico y la devoción agresiva", culturas que "dependían de la fuerza del carácter y de la reputación espiritual". En ese contexto se producirá en el siglo XIX la ocupación colonial del espacio islámico casi al completo y el abrupto contraste con las sociedades industrializadas, el shock de la modernidad. "¿Cómo reaccionan los hombres con sensibilidad religiosa cuando la maquinaria de la fe empieza a resquebrajarse?", se pregunta nuestro antropólogo. "¿Qué hacen cuando comienzan a tam­balearse las tradiciones?".

Los hombres pasaron de ser "musulmanes de modo circunstancial€ a ser cada vez más, musulmanes como una forma de actitud política€ Eran musulmanes disconformes€ Lo que había sido un desprecio medieval contra los infieles se transformó sigilosamente en un rígido signo moderno de envidia ansiosa y de orgullo defensivo". No es que en el seno -en sus textos sagrados- de las religiones reveladas anide la violencia, es que la religión se ideologizó, propulsando, a su vez, el nacionalismo.

Geertz acertó al comprobar el avance del fundamentalismo. Tras sus conclusiones, un periodo transitorio, el de las revoluciones socialistas panarabistas pareció diluir la cuestión, el fracaso de estas últimas ha agudizado una disyuntiva que a muchos creyentes islámicos les puede resultar ciertamente una gran esquizofrenia espiritual.

El tema no es baladí, el conflicto entre el Islam y Occidente no hace sino poner luz al fracaso de nuestra modernidad, cuya falta de equilibrio ético -y desde luego medioambiental- hace cada día más difícil creer en su agenda. Si el destino de los otros es, además, ser vitaliciamente periféricos, se entiende que algunos de sus miembros opten por una aventura extrema tan romántica como terrorífica y contraria a la ternura que hemos ido desarrollando.

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