Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La obsesión por opinar

Recuerdo una afirmación de Borges que cuando la leí, hace treinta años, me pareció una ironía, pero creo que en realidad debería imponerse como un precepto: "Uno debería tratar de no tener razón en las discusiones". Explicaba que el empeño de tener razón es, en el peor de los casos, una señal de ofuscación, y en el mejor, una crueldad innecesaria de la razón. Si en este punto todos nos volviéramos borgeanos twitter no existiría, pero, en serio, ¿perderíamos tanto? Es ridículo buscar una discusión razonada y razonable en ese vasto estercolero mental en el que, no lo discuto, se pueden encontrar pepitas de oro entre los inabarcables boñigos. Acabo de leer un hilo en el que un joven -- exhibía todo el dolorido sentir de quien todavía no ha conocido el miedo y el dolor - atacaba agriamente a un afamado periodista madrileño en un principio para encolerizarse por el cambio climático al final. La cuestión es emputarse.

¿De dónde procederá la obsesión por opinar? Cabe suponer que es una forma de definir, solidificar y proyectar una identidad, aunque es difícil encontrar mayor error que una persona es sus opiniones. Salvo en situaciones cruciales y en determinados ámbitos profesionales las opiniones -y principalmente las opiniones de carácter político y las sentencias morales - devienen perfectamente superficiales. Opinar - se los digo yo - es realmente fácil; analizar, entender, describir incluso son actividades más civilizadas, más arduas y más valiosas. En una entrevista Josep Pla señalaba que lo primero que le encargaría como prueba de su valer a un periodista no es un artículo de fondo sino, simplemente, describir una puerta de color verde. El aprendiz sudaba la gota gorda. "Si solo es una puerta verde", decía. "Exacto. Descríbala sucintamente pero con la mayor precisión". Antes de opinar juiciosamente sobre los atentados terroristas en Cataluña, por ejemplo, deberíamos ser capaces de describir lo que ha ocurrido buscando, exigiendo, precisando y desplegando toda la información disponible, y solo entonces podríamos comenzar a entender lo que ha ocurrido. Por supuesto no ocurrió nada de eso y los medios - a ver cuándo empezamos a tener la vergüenza de reconocerlo - se han emporcado en un chiquero vomitivo donde todos los intereses políticos e ideológicos, todos sin excepción, se han comportado canallescamente, pero con una actuación especialmente ruin y escandalosa de la derecha mediática española y de algunos aliados coyunturales.

Todo esto es inútil. Opinar es una potentísima droga verbal que refuerza las convicciones morales propias y ciega cualquier sensibilidad hacia las ajenas. Opinar es dejar testimonio de nuestra valiosa insignificancia. Opinar es admitir siempre que el otro se puede equivocar. Opinar es ser al mismo tiempo Paulov y la rata. Opinar es sobre todo, en estos días tan vulgares y extraños, indignarse virtuosamente, porque aquí el que no se indigna es porque no quiere. Yo procuro no opinar salvo en la media hora en la que pienso y escribo el artículo de opinión, pero aun así fracaso y caigo miserablemente en Twitter donde, por cierto, el pobre Borges tiene abierta una cuenta donde la cuelgan metáforas, endecasílabos y, sobre todo, opiniones, muchas opiniones.

En su inteligente y divertido diccionario de cine, Fernando Trueba, para caracterizar injustamente a los franceses, utiliza una frase malévola de Howard Stern: "Los franceses son esa clase de gente a la que le gusta Jerry Lewis". El talento de Lewis sería una leyenda piadosa inventada por colaboradores de Cahiers du Cinéma, al igual que su popularidad en los Estados Unidos de los años cincuenta y sesenta se debería al gusto irremediablemente infantiloide de sus compatriotas. El destino final de cualquier hombre es ser incomprendido, por sí mismo y por los demás. Jerry Lewis no fue un deslumbrante genio creativo ni un caricato ignorante y suertudo, sino un intérprete muy talentoso que nunca pudo definir un estilo ni un mundo cinematográfico por encima del personaje que construyó, que no era él ni era nadie.

Por supuesto que su patrimonio original se nutria de la vieja comedia del cine mudo (Senett, Harry Lagdon, Stan Laurel y Oliver Hardy) donde la gesticulación desaforada, la asimetría postural, el control atlético de de un cuerpo ridículo e incontrolado, la capacidad para que un hombre parezca una rana sometida a una corriente de alto voltaje eras rasgos distintivos. Intentó y consiguió una actualización de ese legado actoral (y estético) con la palabra y con la música, pero salvo algunos squetch particularmente brillante, todo eso ha envejecido mucho. En realidad nadie recuerda una película de Lewis, sino escenas aisladas, situaciones cómicas concretas, magníficas mamarrachadas en filmes como Cenicienta, El Botones o El profesor chiflado. Más que un actor deslumbrante Lewis fue un payaso superdotado, aunque cuando había que interpretar en serio, como en El rey de la comedia, bajo la dirección de Martin Scorsese demostraba sobradamente una profesionalidad impecable, sin arrugarse un ápice por la presencia de Robert de Niro.

El suyo, como cineasta, fue siempre un irresuelto problema de enfoque, de tono acertado, de precisión estilística. Con sus visajes, su ritmo artístico y su instinto para el gag Lewis, pese a esos deslumbrados críticos franceses, no ponía en solfa el mundo, ni criticaba las relaciones sociales, ni destruía jerarquías estéticas. Era una digna diversión que se agotaba en sí misma y cuando intentó dirigir una obra maestra, El día que el payaso lloró, le salió un material tan espantoso que decidió enterrarlo para que nadie pudiera verlo, al menos, mientras estuviera vivo. No era el argumento, no, era una incapacidad congénita para construir una historia, una alegoría, un símbolo. Lo más interesante, por supuesto, es que eligiera precisamente un payaso como protagonista de su fallido do de pecho. Porque sabía que lo era y durante mucho tiempo, unos noventa años más o menos, intentó trascender su propio talento, y no lo consiguió.

Compartir el artículo

stats