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Matías Vallés

Demócratas a patadas

Prosigue a buen ritmo el traslado del Madrid-Barça a la competición política. La evocación del balompié se sustanció ayer mismo, cuando la vicepresidencia del Gobierno habló de «patada a la democracia» y el portavoz del PSOE denunció a quienes «pisotean los derechos». Solo se admiten metáforas pedestres para describir las tarascadas. Dado que todos los personajes enfrentados ocupan sus cargos por decisión expresa del voto popular, sería correcto hablar de demócratas a patadas.

La mayoría del Parlament de Cataluña impuso ayer una Ley del Referéndum mediante procedimientos que recuerdan a la implantación en el Congreso de la ley mordaza, denunciada por un editorial del New York Times como una patada a la democracia. Ante los métodos expeditivos del Barça político, la vicepresidenta concluyó que «creo que no he pasado más vergüenza nunca».

La turbación del ánimo personal que aqueja a la vicepresidenta invita a la simpatía solidaria. Constituye además un excelente capítulo para sus memorias. Cuesta más averiguar en qué afecta esa vergüenza exaltada a los ciudadanos atribulados por el enfrentamiento del Estado con Cataluña. Un contingente reseñable de ingratos puede sentirse incluso tentado a rechazar el calibrado del vergüenzómetro vicepresidencial, que por lo visto ha alcanzado el tope.

Los más suspicaces se preguntarán hasta qué punto se inflamó la vergüenza de Sáenz de Santamaría cuando Rajoy le envió mensajes de apoyo a Bárcenas, o cuando se enteró de que un ministro del PP aparecía en los papeles de Panamá. Se trata, sin duda, de escándalos muy inferiores en magnitud a las tropelías del Parlament catalán, pero sería atinado preguntarse por qué no dispararon las alarma de la selectiva hipersensibilidad vicepresidencial.

Algo semejante sucede con la alusión constante a las patadas por ambos bandos. Es oportuno reseñar que el Parlament coceó ayer los mecanismos de tramitación burocrática, pero tampoco es desacertado concluir que la ley de amnistía fiscal del PP se tramitó pateando idénticas cautelas. Este texto crucial para la supervivencia del Estado, en tanto que zarandea la creencia en el cumplimiento con Hacienda, no mereció una exégesis vicepresidencial pese a ser declarado inconstitucional. Ni afectó a su vergüenza, o por lo menos no existe documentación al respecto.

Sáenz de Santamaría se refugia en la faceta sentimental del divorcio irreconciliable con Cataluña, sin aportar ni un dato sobre la interrupción de las hostilidades. Se ampara en el Constitucional, que ganaría credibilidad también entre los catalanes de no haber sido presidido por un militante del PP, otro dato impuesto sin miramientos y que no turbó a la vicepresidenta.

El Parlament toma atajos para convocar un referéndum que nunca hubiera ganado sin Rajoy en La Moncloa, según demuestran los porcentajes del independentismo antes y después de la llegada del PP al poder. Hasta la vicepresidenta de vergüenza asimétrica reconoce que se equivocaron con las enmiendas al Estatut ante el Constitucional, y debería garantizar que en el futuro tampoco se arrepentirá de esgrimir al TC como si fuera CR7.

El PP se sentía muy cómodo con la letanía de que su desdén a Cataluña le ganaba votos en otras regiones. No puede quejarse, ahora que el resultado de un referéndum es incierto y que la mayoría de catalanes no apuestan por la independencia según los sondeos, aunque se mostrarían abrumadores en una votación sobre Rajoy.

Sin ánimo de privar a la vicepresidenta de su estado de ánimo, produce cierta vergüenza contemplar a los demócratas de Madrid y Barcelona a patadas. Una vez establecido el método de confrontación, las razones no se corresponden con la magnitud de la patada, aunque el PP se muestre cómodo con este criterio. Y más allá del respetable avergonzamiento de la vicepresidenta, ¿sabe cómo arreglarlo, aparte de remitirse a sentencias del año 2015? De lo contrario, que pase el siguiente.

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