Casi nadie recuerda ahora a Woodrow Wilson, que fue el presidente número 28 de Estados Unidos (entre 1913 y 1921). En su época se le conocía por tres razones: era muy buena persona, lucía con gran elegancia los sombreros de copa y era un entusiasta del ciclismo que gustaba de pasear en bicicleta por la Casa Blanca. Para la posteridad, Wilson fue el presidente que se empeñó en defender la salud y la moralidad de sus ciudadanos con la Ley Seca que prohibía el consumo de alcohol (cosa que a la larga hizo ricos a los gánsteres y a los contrabandistas y a los policías corruptos). También fue el presidente que, tras la Primera Guerra Mundial, defendió a ultranza el derecho de autodeterminación para las minorías nacionales de Europa. En este sentido, el referéndum de independencia anunciado en Cataluña es una consecuencia -aunque mucha gente lo ignore- de las ideas que Woodrow Wilson logró imponer hace casi un siglo.

Wilson, ya lo sabemos, era una buena persona que soñaba con un mundo hecho para las buenas personas. Estaba convencido de que Europa viviría siempre en paz si todos los pueblos que habían vivido oprimidos por los caducos imperios antidemocráticos (el imperio alemán y el ruso y el austro-húngaro) lograban la independencia y se convertían en pequeñas repúblicas hechas a imagen y semejanza de Estados Unidos. Wilson soñaba con un mundo de países prósperos y democráticos que vivirían en paz con sus vecinos, pero a partir de 1918 ocurrió justo lo contrario. Ninguno de los nuevos países que se crearon -y fueron muchos: Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, las Repúblicas Bálticas- era lingüística ni étnicamente homogéneo. En todos había minorías nacionales. En todos se hablaban varias lenguas. En todos había minorías que reclamaban sus propios derechos. Y al final, todos los nuevos Estados de Europa que surgieron gracias al derecho de autodeterminación acabaron introduciendo políticas autoritarias y adversas para las minorías.

Esa parte de la historia no es demasiado conocida, porque los nuevos países la ocultaron muy bien, pero la armonía con la que había soñado Woodrow Wilson no apareció por ninguna parte. En los años 20 y 30 hubo en toda Centroeuropa expulsiones de minorías étnicas y desplazamientos forzosos de población. En todos los nuevos Estados se impusieron prohibiciones para las lenguas minoritarias que no fueran la lengua nacional. En algunos casos llegó a haber campañas descaradas de limpieza étnica y las caravanas de refugiados llenaron los caminos. Y un día, cierto veterano de la Primera Guerra Mundial, de nombre Adolf Hitler, empezó a reclamar el derecho de autodeterminación para todos los alemanes que vivían diseminados por los nuevos Estados independientes. Esta idea prendió entre los electores alemanes humillados por la derrota y dio fama y votos a ese tal Hitler del que nadie había oído hablar. Y cuando Hitler llegó al poder, lo primero que hizo fue exigir a los países vecinos el derecho de autodeterminación para las minorías alemanas. Y en 1939, la maravillosa idea de Woodrow Wilson, que soñaba con una Europa próspera y pacífica gracias al ejercicio ilimitado del derecho de autodeterminación, acabó desencadenando la Segunda Guerra Mundial y dejó millones de muertos en este continente.

Las cosas no fueron muy distintas en los años 60, cuando el derecho de autodeterminación se extendió por el mundo y permitió la independencia de los países colonizados. En muchos de esos nuevos Estados se impuso la limpieza étnica y el desprecio hacia las minorías, aunque esos hechos también se silenciaron de forma sistemática. En Argelia, los independentistas del FLN amenazaban a los colonos franceses con un eslogan contundente: «La valise ou le cercueil» («O la maleta o el ataúd»), porque ni se les pasaba por la cabeza que la población de origen francés -como Albert Camus- pudiera quedarse a vivir en su antiguo lugar de residencia. En Egipto -me lo contó el poeta Mohamed Metwalli- se expulsó a la minoría armenia, a la italiana, a la griega y a la judía, y si no se expulsó a la minoría copta fue porque era demasiado numerosa y los nuevos líderes panarabistas no se atrevieron. En Marruecos se hizo la vida imposible a los judíos y se prohibió todo lo que tuviera que ver con la historia o con la lengua de los bereberes. Cosas así sucedieron también en Irak y en Siria y en Libia y en Túnez. Ni un nuevo Estado independiente garantizó los derechos de las minorías, sino que los suprimió y aplastó de modo implacable.

Estas cosas -insisto- no se conocen bien porque los nuevos Estados supieron camuflar estos hechos vergonzosos con la retórica inflamada de la liberación nacional y del orgullo de los pueblos por fin libres del yugo opresor. Vale, muy bien, de acuerdo. Pero conviene recordar cómo fueron las cosas, ahora que tanta gente comparte el entusiasmo bienintencionado que el iluso Woodrow Wilson sintió por el derecho de autodeterminación.