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Matías Vallés

Es la burguesía catalana, estúpido

Desde su exilio parisino, Emilio G. Nadal apuntaba en 1946 que «el nacionalismo catalán, y su hermano más joven, el vasco, surgen en la España del siglo XX del seno de la burguesía industrial y financiera, la única clase que podía engendrarlos». Mariano Rajoy querría desenfundar su arsenal de marxistas, antisistema y Venezuela contra el referéndum de Cataluña. Por desgracia, el independentismo se asienta sobre la clase social medioalta que en otras comunidades vota al PP. Y para empeorar el discurso de La Moncloa, el secesionismo no posee la mayoría absoluta gracias al tope impuesto por el desembarco electoral de los venezolanos de Podemos. Se le exige racionalidad o legalidad a la historia, que repudia ambos términos desde que el conservador Winston Churchill recordaba que «se necesita a un Stalin para acabar con un Hitler».

De vuelta en Cataluña, la inmensa mayoría de personas dispuestas a participar en el referéndum de independencia han votado en alguna ocasión a CiU, el invento de Pujol para apropiarse en 1980 del voto de UCD. Cuesta adjudicar la etiqueta de revolucionario o golpista a un partido que avaló la llegada de José María Aznar a La Moncloa. Es decir, el debut del PP como partido de gobierno.

El fatigado eslogan electoral de Bill Clinton -«Es la economía, estúpido»- pretendía reenfocar el debate. «Es la burguesía catalana, estúpido» redime de la apelación instintiva pero errónea a una juerga de descamisados. CiU, como matriz del actual independentismo, es una coalición que ha subvencionado generosamente la educación segregada ultracatólica. En ortodoxia religiosa, Convergència nunca fue por detrás del PNV.

La reforma laboral de Rajoy, que escandalizó incluso a sectores moderados, salió adelante en Madrid con los votos del PP y de CiU. Estas siglas catapultaron a la alcaldía de Girona a un tal Carles Puigdemont. Satanizar como delincuentes a personas así requiere un notable esfuerzo, su diabólica reconversión ni siquiera convencería a los pánfilos que creen en la súbita radicalización de los islamistas. La sintonía genética entre las derechas catalana y española obliga al presidente del Gobierno a explicar los motivos que han acelerado la deserción de sus aliados tradicionales en Cataluña.

Personas que se sentían tan catalanas como españolas, o a lo sumo más catalanas que españolas en las casillas del CIS, hoy quieren votar un Estado propio. O bien se ha registrado un proceso intensivo de enloquecimiento colectivo, o bien habrá que analizar la ruptura desde el otro lado, que arrebató por medio del Constitucional una definición de nación que parece inocua ante el reto hoy planteado.

Los catalanistas de la estirpe de Jordi Pujol no querían ser independientes, querían ser independentistas. Se encontraban a gusto en la reclamación indefinida del horizonte estatal, en la cultura de la queja. Los debates de esta semana han consumado la mayoría del Parlament en favor de la secesión. Cataluña está escindida en dos mitades. Aunque la proporción de quienes apoyan la separación de España se quede en el 41 %, según la última encuesta de los organismos de la Generalitat ,se trata de un problema de primera magnitud. La masa crítica de un treinta por ciento a favor de un colectivo motivado dibuja una convivencia insostenible.

Se está librando una pugna fraternal entre partidos de similar extracción sociológica. Es decir, entre PP, Ciudadanos y los restos del naufragio de CiU. La proyección del independentismo ha sorprendido a sus promotores con la honradez suficiente para reconocerlo. Antes de verse enfangado en la corrupción tribal, Pujol se admiraba de haber conseguido que «los Fernández y los Martínez de Cataluña quieren la independencia». En otra ocasión acentuó el pronunciamiento, en «las chonis de Cataluña son independentistas».

Como jubilado, además de imputado por corrupción, Pujol tiene derecho a sorprenderse. En cambio, el Gobierno debió evitar que se llegara al punto que aseguró que jamás se materializaría. Desde el desconcierto, se entiende que Rajoy cometa el error garrafal de asegurar que «el referéndum de autodeterminación» no se llevará a cabo. Al utilizar la denominación canónica de la consulta, otorga al famoso proceso una meta que hasta ahora se le negaba desde el Ejecutivo. El aturdimiento de las sesiones maratonianas explica asimismo el error de Inés Arrimadas al proponer una moción de censura en Cataluña, de éxito más improbable que la planteada por Podemos en Madrid.

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