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Lo que mal empieza...

Lo que mal empieza puede acabar aún peor, y eso es lo que uno teme que vaya a ocurrir, si entre unos y otros no se le pone a tiempo remedio, con el dichoso "Procés".

El poco capital democrático que hubieran podido acumular los independentistas catalanes en su desafío al Gobierno central ha quedado dilapidado en sólo dos jornadas.

Sólo en una democracia bananera o en algún país del Este no avezado aún a las prácticas democráticas habría sido posible asistir a un espectáculo tan bochornoso como el que ofrecieron aquéllos al mundo esta semana.

Pretendieron siempre que los asimilaran a las socialdemocracias escandinavas; presumían de ser más europeos que nadie, y han demostrado ser más carpetovetónicos todavía que aquéllos a quienes critican.

Acusaban, sin que les faltara razón, al Gobierno de Mariano Rajoy de haber abusado de su mayoría absoluta, de politizar la justicia y hacer oído sordos a sus quejas, pero han demostrado ser todavía peores.

Criticaban a los partidos de ámbito nacional de ningunear una y otra vez a los ciudadanos de Cataluña y menospreciar sus instituciones de autogobierno y a la hora de la verdad han caído en los mismos vicios, si no en peores, que los que denunciaban.

Nos cansaron a todos con su cantinela del "derecho a decidir", pero se olvidaron del derecho de sus minorías a ser escuchadas y tenidas en cuenta en el Parlamento.

Demostraron no respetar siquiera los más elementales modos democráticos y estar dispuestos a llevarse por delante, a la primera de cambio, a quienes no piensan como ellos.

Y han conseguido hacer bueno incluso a un político como Mariano Rajoy, cuyo partido, inmerso en la corrupción, no ha dudado un momento en aprovechar el desafío catalán para sacar el mayor rédito electoral en el resto del país.

Han hecho así un flaco favor a la democracia española en su conjunto. Pero ¿qué les importan a ellos los españoles? Ellos son al parecer sólo catalanes y orgullosos de ello.

Y ¿ahora qué?, se preguntan los ciudadanos. No se puede seguir con ese diálogo de sordos. Hay que introducir en el debate algo de ese sentido común del que tanto le gusta presumir a nuestro presidente del Gobierno.

Hay que aprender a escuchar, esforzarse en entender no sólo los argumentos, sino también los sentimientos del otro; hay que aprender a pactar: eso que tan difícil parece resultarnos a los españoles - catalanes, lo quieran o no- incluidos.

¿Podrá imponerse finalmente la razón en medio de tanta y tan inútil locura?

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