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Feria de Albacete

Decidimos acudir a la feria de Albacete con la última campanada y hacer noche en Almansa lo que tiene ventajas e inconvenientes. La ventaja es que Almansa es villa alegre, luminosa, próspera y algo valenciana. Un castillo en obras, un ayuntamiento renacentista y hasta un museo de la batalla que lleva su nombre. Los de turismo nos ofrecen una visita:

-Muchas gracias, pero esa batalla la perdimos.

-Las batallas que se llegan a librar, las perdemos todos -dice el inteligente funcionario, sin duda con ánimo conciliador.

Otra cosa buena de Almansa es que en menos de diez quilómetros a la redonda hay buenas bodegas a precios sin competencia. Recalamos en un extremo y otro del mugrón de Meca, el acantilado que se proyecta sobre el mar de arcilla desnuda y ondulada y racimos de violento morado y, botella a botella, llenamos el maletero.

Albacete está a setenta quilómetros y sufre un ordenado colapso, un éxito congestionado. Cuando entramos en la feria, el Despacito y otras salsas atruenan los ámbitos y seguirán atronándolos al día siguiente en toda clase de pistas de baile (el derroche hormonal de los jóvenes sudorosos produce aromas de manchego curado), casetas, terrazas y chiringuitos y, como remate en el centro del laberinto, un templete modernista con velos y gasas y una morena que baila en la barra como recién salida del bar Coyote. Lo que tanto predica la política se produce aquí por los ensalmos del instinto popular: todos los gustos, edades y condiciones. Niños y jubilados y el top manta en todo su esplendor: a mitad de camino entre París y Tombuctú, está Albacete. Siguen hasta el domingo.

Hay feria taurina, claro, recortadores, una plaza que cumple cien años y una avenida de Los Toreros. El pintor Ramón Gaya, que tiene museo en Murcia, asistió, hace años, a la faena de un torero peleón pero poco agraciado, un ibero pundonoroso y renegrido que se abría demasiado de compás: «Ahí lo tienes -dijo el pintor- todo el tiempo como un moscardón alrededor del culo del toro».

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