Mires por donde mires, tierra baldía, inhabitable, estremecida, herida. Nunca tuvimos tantas evidencias sobre un hecho elemental. La tierra no está incondicionalmente disponible para nosotros, los humanos. Y nosotros lo sabemos, cuando imitamos sus acciones destructivas. Si miramos a Barbudas, vemos la misma desolación que si miramos a Alepo. En Livorno lo mismo que en Gaza. Las mismas sombras desorientadas en medio de la niebla, el polvo o el agua. Si prestamos atención, escuchamos los terremotos que producen las bombas del régimen coreano. Son el adelanto de la tierra que tiembla en Chiapas, apenas unos días después. Vemos ese ojo de huracán que se aproxima al estado de Florida y de repente fantaseamos viendo emerger de su hueco un inmenso hongo atómico. Y eso cuando todavía nos quema la boca de tragar ceniza, esa corona doliente de la tierra, ya venga desde California, Portugal, Huelva u Orense, en esos incendios colosales provocados por los Kim Yon-un locales, los hombres de entrañas de fuego y raído rencor desesperado.

No, nunca han registrado nuestros ojos tantos apocalipsis cotidianos simultáneos. Nunca fuimos testigos de tanta destrucción. Si fuera esta una época de fe y de terrores, ya estaríamos por los campos, con túnicas blancas, gritando sin rumbo, esperando una señal del cielo. Al lado de esta rebelión de los elementos, los yihadistas son ratones asustados. Los efectos terribles aumentan en proporción a nuestra inconsciencia. Apenas podemos negarlo. Tornan los signos que nos hacen regresar a la sabiduría silénica, cuando lo más evidente era que la Tierra era el lugar de una maldición. Que todas las estructuras de la adaptación se han agitado y que todo se ha tornado problemático, se percibe en el regreso ingente del nomadismo. Aquí no conviene perder de vista las proporciones. La larga guerra de Siria ha producido varios millones de desplazados por Oriente Medio y Europa. En unos días, un solo ciclón ha aventado la misma cantidad de vidas. Hemos pensado que todo es reversible porque ese es el sentimiento básico de la omnipotencia, cuya pulsión rige nuestros actos desde un par de milenios. Pero no sabemos lo irreversible que será esa capacidad de reversibilidad que sostiene nuestra técnica.

¿Cuántos huracanes harán falta en el mismo año para que Barbosa sea definitivamente inhabitable? ¿Y cuantos más para que no sea económico vivir en Miami y arriesgar otoño tras otoño vidas y haciendas? No lo sabemos. Si el mar sube tres metros y no regresa a su madre, si las aguas no vuelven a su cauce, si las calles son rías con su rítmico ir y venir, y no aquel camino a través del Mar Rojo que se abriera al paso de Moisés, ¿acaso regresarán los humanos a la condición de anfibios? Sí, aquella frase -«Destruir el templo y lo reconstruiré en tres días»- ya se aplica rigurosamente en el Amazonas. Destruiremos la selva y ya fundaremos bosques que al ser humano deban su gloria. ¿Acaso la promesa no era la de forjar un cielo nuevo y una tierra nueva? ¿No era esta la estructura de las novae novarum, la promesa de las cosas nuevas entre las nuevas que ya celebró Agustín de Hipona? Sí, pero ahora no podemos asegurar que esas novedades no conciernan a otra: la de una tierra inhabitable.

Cuando las cosas están así y el desierto, la otra forma de la indisponibilidad de la tierra, llama a la puerta de nuestras casas trayendo el rumor de la tierra agrietada, reseca, por cuyas heridas silba el viento y el silencio, he aquí que una pequeña tribu de un pequeño solar todavía paradisíaco, piensa que el único valor absoluto es votar, en cualquier circunstancia y condición, en cualquier régimen y bajo cualquier medio; votar para asegurar el control y el dominio sobre la otra mitad de la población con la que se cruza en el metro, en el autobús o en la plaza, a cuyos representantes se aspira a convertir en metecos. ¿Votar como acto absoluto es siempre democrático? No. Yo conocí algunas votaciones que no lo eran. ¿Cómo va a serlo ahora, cuando ha quedado claro que ya no se trata de un solo pueblo, ni hay un único objetivo que alcance a toda la población, ni hay una sola ley ni un solo proceder? Es igual. La respuesta siempre es votar como un acto absoluto. Aunque no se sepa bien quiénes, ni cuántos, ni dónde, ni qué se derivará de ahí, ni quién vigilará el proceso, ni quién contará qué papeletas, ni quién evitará los fraudes. De la misma manera que cada uno puede imprimir su papeleta, ¿por qué no fabrica cada uno en 3D su propia urna y la llena de las papeletas que él mismo imprime y luego sus amigos hacen el cómputo que deseen?

Si Jaume I levantara la cabeza, se volvería ruborizado a su tumba, bajo la impresión de que la suerte de Cataluña no está en buenas manos. El destino de una antigua nación histórica europea no puede ser confundido con los actos de gentes atropelladas que están instaladas en una violencia fría que sólo se niega al coraje de ser violento. Si uno solo de entre la legión de juristas catalanes, que siglo tras siglo cuidaron de las constituciones y antiguos derechos catalanes, hubiera presenciado la escena del Parlament del miércoles y jueves de la semana pasada, habrían regresado a sus tumbas atravesados por el dolor, creyendo que alguien habría lanzado una maldición sobre Cataluña. No. Esto no es lo debido a una gran historia, ni lo que la fidelidad reclama. Han sido tantos los errores, tantos los desafueros, que ya no queda sino una prueba de sentido político: preparar la siguiente jugada histórica que garantice un futuro para Cataluña. El sueño actual ya está soñado. Y cuanto antes despierte la Cataluña de altura y de memoria, antes emprenderá un camino en el que pueda ser acompañada por todo lo que de razón hay en Europa y en España.

Fue un error poner fecha a procesos históricos de madurez; fue un error hacer coincidir el tiempo de la historia de un pueblo con el tiempo de ciertas vidas singulares; fue un error confundir la causa de Cataluña con la causa de ciertas historias personales atravesadas por la corrupción; fue un error malvender la capacidad de integración manifestada en más de un siglo reduciendo a los nuevos catalanes a metecos; fue un error querer ir al sitio equivocado y hacerlo de cualquier manera; y fue un error confundir las grandes palabras de la democracia bajo las formas más zafias de presión a las minorías parlamentarias. Fue un error confundir a la mitad de Cataluña con toda Cataluña, y esperar a que los atajos coactivos pudieran sustituir a la persuasión. Han sido tantos los errores y tan graves, que ni siquiera se percibió la esterilidad argumental de la CUP, que ignora algo que Cataluña siempre supo, lo que significa la arquitectura y el rigor de un sistema jurídico.

Lo vimos el sábado en la Sexta. Luego llegó Ferreras y dijo que había sido un gran debate. Yo sentí amargura y pena. Por dos cosas: primero, si el futuro de la razón de Cataluña está en manos de gente como Corominas, entonces Cataluña está huérfana; y segundo, porque nadie parecía darse cuenta de que así es. En todo caso, nunca tuve un ejemplo más claro de alguien que no cree en lo que dice. A su lado, el representante de Podemos fingía ser sincero, por mucho que su discurso fuera calculado, tecnificado, controlado. Desde luego, poner el derecho de millones de ciudadanos en manos de estos dirigentes de «Junts pels si» es un suicida. Lo hemos visto en directo. Como paisaje humano y político, Corominas era la metáfora psíquica de una tierra inhabitable, como si por su mente hubiera pasado el huracán Irma. Cuando la falta de argumentos y de persuasión llega a estos niveles, la pregunta es hasta cuándo será reversible la aparente normalidad de un proceso sin futuro. Como la habitabilidad de la tierra.