En estos momentos en los que se debate sobre el turismo bueno será saber lo que pasa en otros lugares y nada mejor que hacerlo en la ciudad de Nueva York, lugar al que conozco bien pues lo he visitado en siete ocasiones.

Este año N.Y. recibirá más de 60 millones de visitantes, casi tantos como España y lo hace con agradecimiento a los visitantes, ya que gracias a su incremento anual pueden crear 15.000 nuevos puestos de trabajo y atraer inversiones rentables y novedosas para sus tierras.

A pesar de tal aglomeración yo nunca vi a nadie que se atreviese a hacer sus necesidades en medio de la calle o a provocar algarabías o agresiones, molestando a los demás. El que se atreva se encontrará enseguida con un policía que no sabes de dónde ha salido, pero que estaba ahí y que sin contemplaciones ni discusiones se te lleva a la comisaría para encerrarte en una jaula acompañado de lo mejor de la casa. Y si no tienes abogado no sabes dónde te has metido y si lo tienes, cuidado que cobran más que un cirujano, que ya es decir.

Y de ahí ante un juez, que en un proceso rápido te impone una condena y a otra cosa o te cruje con una multa que te hace hipotecar tu piso. Y a reclamar al maestro armero, porque para los americanos la libertad colectiva es sagrada y el que se atreva a alterarla la paga de manera ejemplar.

Y ahí está la diferencia, en la tolerancia social a estos atentados contra la vida normal de las gentes, porque la justicia americana la ampara con unas leyes implacables y ejemplares que hacen que nadie sobrepase los caminos de lo socialmente correcto, mientras que en España vivimos impregnados con una legislación blandengue, fruto de una exagerada comprensión y tolerancia que da alas a los atrevidos o a los mal educados.

En los dos lugares hay policía y jueces. Pero en uno los policías respaldados por la ley actúan contundentemente sin temor a represalias y en otros lo hacen temerosos de que les abran un expediente por malos tratos al detenido o vaya usted a saber por qué. Y también por los jueces que en un lugar aplican la ley, que es rigurosa y ejemplarizante en defensa de los derechos colectivos y en otro han de aplicar una ley que es blandengue y tolerante hasta con los reincidentes, resultado de tanta comprensión que provoca que al final les entreguemos no solo nuestras calles sino nuestra vida cotidiana.

De modo que menos hablar del problema y a cambiar las leyes, haciéndolas más útiles para la comunidad y más exigentes para con los juerguistas y gamberros que nos han tomado por la tierra del desmadre y el descontrol. Simplemente porque son nuestras leyes las que se lo permiten.