Desde los años 80 se viene investigando en una tecnología de modificación biogenética, la tecnología Clustered regularly interspaced short palindromic repeats (cortas repeticiones palindrómicas espaciadas agrupadas regularmente), conocida como Crispr, y que fue señalada en el año 2015 por la revista Sciencecomo el descubrimiento científico del año con la mejora de Charpentier y Doudna. Detecta secuencias genéticas en los invasores del sistema inmunológico de las células procariotas, y las modifica para que dejen de funcionar. En 2012, Jinek, Chylinski y Fonfara mostraron que dicha técnica se podía utilizar para modificar genes, de forma que usando la proteína Cas9 (últimamente se sabe que también se puede utilizar la proteína Cpf1) se puede reprogramar la secuencia que queramos y en la forma que hayamos decidido, activando o desactivando alelos a capricho, por mera experimentación. En 2016, Emmanueelle Charpentier y Jennifer Doudna, recibieron el Premio Príncipe de Asturias por la perfección de la herramienta, como si fuera un corta y pega genético.

El primer laboratorio en España en utilizar la Crispr-Cas9 ha sido el Centro Nacional de Biotecnología del CSIC. La técnica permite reproducir una mutación genética en una persona y copiarla a un ratón, con el cual luego se experimenta. Los costos económicos pueden ilustrar la facilidad tecnológica que se ha alcanzado: las meganucleasas fueron las primeras técnicas para actuar sobre el genoma, y exigían 5 años de trabajo. Luego vinieron las zinc finger nuclease, de un costo de 30.000 euros. Luego la técnica Talen, con 10.000 euros de costo y unos 4 meses de trabajo. Ahora se dispone de las Crispr: 30 euros y 2 semanas de trabajo. En la primavera de 2016, investigadores chinos ya demostraron que era posible actuar con esta técnica sobre embriones desde células germinales. Fue algo no ético en las legislaciones occidentales menos avanzadas, pero China, Reino Unido o Israel no tienen esos límites legales ya criticados por Steven Pinker, y van muy rápido. Se tiene gran cuidado político con los humanos, pero ya la técnica va dirigida a modificar células de plantas para hacerlas resistentes a plagas, crear cerdos con mayor masa muscular, hacer más eficientes las plantaciones de biocombustibles, crear frutos secos libres de alérgenos? o logros que nos parecerían extralimitados a una mentalidad de siglo XX. Hasta ahora no se pone peros a las terapias genéticas denominadas somáticas (actúan sobre una parte del cuerpo, pero no pasan a la descendencia), frente a las terapias genéticas germinales (actúan sobre las células germinales y crean seres mejorados en un rasgo determinado, o a los que se les ha disminuido o hecho desaparecer la probabilidad de un rasgo concreto). Pura eugenesia y creatividad y diseño de razas con supremacía o con minusvalías a la carta.

Desde 2016, en el Instituto Valenciano de Infertilidad (IVI), se está estudiando, bajo la dirección del Dr. Carlos Simón, a fin de obtener células germinales que posibiliten, por ejemplo, el tener hijos propios a parejas homosexuales. La primera niña probeta fue Louise Brown, en 1978, y desde entonces, en apenas 40 años los avances han sido astronómicos. Los resultados de las técnicas del Dr. Simón han sido reportados por Scientific Reports, en colaboración con la Universidad de Stanford, y con una técnica de reprogramación celular que le valió el premio Nobel a Shinya Yamanaka, se han transformado células de piel en células germinales, que luego son precursoras de óvulos o espermatozoides. El siguiente paso no se ha hecho en España por meras cuestiones legales (no se permiten crear embriones sino sólo para investigar con ellos). Dice el doctor Simón: «a una pareja de hombres se les podría transformar las células de la piel de uno de ellos en óvulos que serían fecundados por el esperma del otro para tener hijos biológicos. Igual ocurriría con una pareja de mujeres». El psicólogo Steven Pinker, en The moral imperative for bioethics, publicado en The Boston Globe, agosto 2015, expresaba: «Crispr-Cas9 es el último de una serie de avances en biotecnología que han suscitado inquietudes sobre la ética de la investigación biomédica y han inspirado llamadas a moratorias y nuevas regulaciones». Pinker hace un cálculo con el tiempo: «El Proyecto de Carga Global de Enfermedades ha tratado de cuantificar el número de años perdidos por muerte prematura o comprometidos por discapacidad. En 2010 fue de 2.500 millones, lo que significa que alrededor de un tercio de la vida humana potencial y floreciente se va a perder. El peaje del crimen, las guerras y los genocidios no se aproximan a esta cifra». Y sigue: «El sufrimiento físico y la muerte prematura se han considerado desde hace tiempo una parte ineluctable de la condición humana. Pero el ingenio humano está cambiando ese destino aparente. En las dos últimas décadas se ha producido un incremento del 35 por ciento en los años de vida per cápita, sea por discapacidad, por edad, o por enfermedad.

Las mejoras, aunque geográficamente desiguales, son mundiales». Pinker resume, pues, que «La investigación biomédica, entonces, promete enormes aumentos del tiempo de vida y de la salud», de donde: «Dada esta potencial bonanza, la meta moral primaria para la bioética de hoy se puede resumir en una sola oración: Apártese del camino. Una bioética verdaderamente ética no debe atascar la investigación en trámites burocráticos, moratorias o amenazas de enjuiciamiento basado en principios nebulosos, como la dignidad, la sacralidad o la justicia social». Ése es el único y principal principio para una bioética positiva. Lógico.