La pasada semana el parlamento catalán, pese a que con mayoría insuficiente según las leyes catalanas, lanzó el primer misil: aprobó dos leyes de ruptura con España para hacer un referéndum unilateral y proclamar luego la independencia si el resultado -que controlará el independentismo- era favorable. Justificación: el Estado se había negado a negociar. El Gobierno español contestó solicitando -y obteniendo- la suspensión de ambas leyes por parte del Constitucional y haciendo que el tribunal advirtiera de las posibles consecuencias legales. En paralelo, la fiscalía se querelló contra los consejeros (todos firmaron la convocatoria del referéndum) acusándoles de varios delitos, entre ellos malversación de fondos públicos que puede aparejar una pena de cárcel. El choque de trenes no es ya una amenaza futura sino una realidad presente y cruenta. Y los 450.000 manifestantes del 11-S -muchos, aunque menos que otros años ya que no era sólo una protesta contra un agravio sino el respaldo a un plan de ruptura con España- volvió a demostrar que el gobierno de Madrid se ha equivocado al minusvalorar la fuerza del separatismo. El movimiento es fuerte. Su problema es que en las urnas sólo consiguió el 47,8% de los votos en las elecciones plebiscitarias del 2015 (las encuestas de la Generalitat le dan ahora el 41%). Su fuerza es que, aunque dividido, está muy movilizado y que la mayoría de los catalanes ve razonable el derecho a decidir y la celebración de un referéndum de autodeterminación, que es lo que formalmente ahora se plantea.

La fuerza del Estado es que en una democracia no se puede violar el orden constitucional. Pero estamos ante algo muy anormal, una enormidad. Un nueva legalidad discutible e insurreccional -la catalana- se ha rebelado contra el estado de derecho. Algunos hablan de golpe de estado, aunque en España fueron siempre grupos militares los que lo practicaron. Pero tampoco es una revuelta revolucionaria ya que es una parte del estado (un gobierno autonómico y la mayoría absoluta de su parlamento) la que se ha lanzado a la intentona. Y, como legalidad sólo puede haber una, el choque de las dos no será exquisito sino duro. Llegados a este momento, al que nunca debió llegarse, una tiene que aplastar jurídica y fácticamente a la otra. La Generalitat ha quemado las naves, al no amenazar o rebelarse de palabra, sino pasar a los hechos. No perderá sin combatir. Y el Estado está obligado a mantener el orden constitucional recurriendo a todas las armas legales. La Generalitat no dudó la semana pasada en forzar las normas parlamentarias. El Estado, en movilizar a la fiscalía. Puigdemont lanzó «al pueblo» a interpelar a los alcaldes socialistas (no hay en Cataluña del PP o de C´s) que se niegan a poner locales para el referéndum. Y Nuria Marín, alcaldesa de L´Hospitalet, la segunda ciudad catalana, le espetó: «dejad tranquilos a los alcaldes». Lógico, si la Generalitat se subleva, no puede presionar a los ayuntamientos a que la sigan. Y Jordi Ballart (PSC), alcalde de Terrassa, denunció en Facebook: «me han dicho vendido, cobarde, cagado y traidor€ sociata de mierda€ que me vaya de Terrassa, que no me volveré a despertar€ que soy un trozo de mierda y un maricón asqueroso». Y el Estado ha puesto en marcha la maquinaria fiscal y judicial. Quizás con más ganas de vencer que de convencer. ¿Tiene sentido que la fiscalía impute a 712 alcaldes -la mayoría de pequeñas localidades- que no se han negado a facilitar los locales para el referéndum que solicita Puigdemont? ¿Ir contra 712 alcaldes es proporcional? Es disparar contra ediles, muchas veces apreciados en sus pueblos y ciudades. Pero la cosa no acabará aquí. A la hora de escribir esta crónica el vicepresidente y consejero de Economía, Oriol Junqueras, afirma que no rendirá cuentas a Montoro. Y Hacienda amenaza con medidas de retorsión. Puigdemont dijo el miércoles en la TV catalana que se votará y habrá recuento de votos. Sabe que es difícil que pueda hacerse un referéndum con garantías pero quiere repetir algo similar al 9-N del 2014 (votaron según los organizadores 2,3 millones de catalanes y un 10% en contra de la independencia), proclamar luego la victoria del independentismo, y poner a Rajoy en fuera de juego y a España ante un problema mayúsculo. ¿Lo conseguirá?

Europa respira, Juncker levita

El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker hizo el miércoles su tercer discurso anual sobre el estado de la Unión. En el primero dijo que hacía falta más unión en la UE. En el de hace un año, tras el Brexit, la sombra de Trump en América y la de los populismos antieuropeos, que podían ganar las elecciones del 2017 en Holanda y Francia, dictaminó que la UE sufría una «crisis existencial». Tenía razón.

Las cosas han cambiado. La economía vuelve a crecer (a un ritmo del 2,3%), la media de paro (9,1%) está bajando y la mejora se debe -en gran parte- a la acción del BCE. Además Trump ha hecho de vacuna y ni a Wilders ni a Marine Le Pen les fueron bien sus elecciones. Y la previsión es que Alemania, tras las del domingo 24, siga gobernada por el centro proeuropeo, aunque la extrema derecha -con resultados muy inferiores a los temidos hace un año- entrará en el Bundestag por primera vez.

Juncker propone utilizar el buen momento para avanzar en la integración. Tiene razón. Pero su receta, «una Europa, una moneda, una velocidad» responde más al ideal federalista -que puede ser un objetivo- que a lo racionalmente posible en los próximos años. La Europa en la que estamos -y sólo es posible avanzar en ella- es la de los estados. Y funciona a varias velocidades. Pretender, por ejemplo, que los 8 países de los 27 de la UE (tras la salida británica) que no están en el euro adopten la moneda única no es razonable. Porque no quieren y además quizás no sería lo mejor. Ahí está el caso griego. Por no hablar de un Schengen generalizado con los problemas de inmigración que existen con Polonia y Hungría.

¿Sería mejor un único presidente europeo y no dos, Juncker y el del Consejo Europeo, el polaco Tusk? Por descontado, pero ya Dinamarca ha dicho que ni hablar. Mark Rutte, jefe del gobierno holandés, un conservador realista y con antena en Berlín, ha calificado a Juncker de «romántico» y ha añadido -gran patada- que cuando se tienen visiones lo mejor es ir al oculista.

La receta de Juncker -más poder de la Comisión de Bruselas- no es la de Alemania y Francia que marcan directrices. De ahí la reciente cumbre de París a la que también fueron invitados el primer ministro italiano, Gentiloni, y Rajoy. Los cuatro grandes. Europa sólo avanzará en una difícil colaboración entre la ambición federalista de Bruselas y los ritmos e intereses de los estados. La receta Juncker no saldrá. Pero quizás el luxemburgués, un europeísta profesional y peculiar, no sea un romántico. Quizás lo que pretenda es que el eje franco-alemán y los estados no marginen más a Bruselas, lo que desde luego sería un error.