Las playas siempre te lo devuelven todo», dice Winston Churchill al principio mismo de la película que todavía se puede ver en nuestras salas de cine. Y es verdad. Hasta un punto que no podemos ni imaginar. Un ejemplo: nos ha devuelto incluso al mismísimo Rodríguez de la Borbolla, pontificando sobre Cataluña. Lo hizo hace unos días en un artículo que no era sino un rosario de citas de gente notable -incluido Mao Zedong-, hilvanadas por comentarios propios, del tipo «menos lobos», «sin más monsergas» o «epilepsia sin tratamiento». ¿Debemos esperar alguna ayuda de estos confusos «revenants»? No lo parece. Pero como no sabemos qué acabará trayéndonos esta promesa de eterno retorno que el mar encierra, debemos estar alerta. Churchill pronuncia esa frase en un momento alucinatorio, cuando las aguas del Canal de la Mancha comienzan a teñirse de rojo, víspera del desembarco de Normandía. 1945 como 1914, esa repetición es lo que no puede soportar el viejo líder. «No lo permitiré», dice, resuelto a detener la famosa ofensiva. Como un personaje shakespeariano, se hincará de rodillas implorando a Dios que invoque la furia de la lluvia y del mar para impedir que la escuadra aliada marche rumbo a las playas de Omaha. Incluso en la impotencia hay grandeza. ¿Regresará a nuestras playas este saludable sentimiento?

Por lo pronto, ya muchos se han dejado llevar por el tono shakespeariano. Rufián, por ejemplo, ya habla «al mundo» y trae la buena nueva de que el fantasma de Franco morirá de verdad el 1 de octubre. También la exconsejera Monserrat Tura, una mujer serena, que fue vejada y vilipendiada cuando el Parlament resultó rodeado, asumía tonos proféticos para decir «Malditos sean los que impidieron en su día una solución, cuando estábamos a punto de arreglar esto». Y no excluye a los políticos de la vieja CiU, que hicieron todo lo posible para que saliera mal el nuevo Estatut del Tripartito. Y este es el problema de estos discursos apocalípticos. Nadie queda fuera de ellos. Divide a la población en dos grupos compactos. Las maldiciones que un grupo lanza sobre el otro los hace regresar el eco, que tiene la misma propiedad que las playas, que nos lo devuelven todo, distorsionado, aumentado, envolviéndonos en una atmósfera alucinatoria.

Conservar la serenidad en estos ambientes es más bien una utopía. Pero además, en caso de que se consiga, queda por saber para qué serviría a quienes se hayan mantenido serenos. Una de las extrañas revelaciones de esta película sobre Churchill es que nos muestra a un líder deprimido, inseguro, completamente desarbolado. Esa es la clave de su carisma. Por eso, una de las inquietudes más profundas que la situación actual produce en cualquier observador es que no vemos a nadie dudar. Ni Rajoy, ni Puigdemont, ni el fiscal Maza, que no excluye encarcelamientos masivos, ni Forcadell, ninguno de todos ellos ha expresado una mínima duda, algo que sería plenamente razonable, y tal y como están las cosas incluso aconsejable. Todos están seguros de sí mismos, lo que viene a decir que todos son un poco impostores, porque nadie en su sano juicio estaría seguro de estar defendiendo lo adecuado. En este sentido, la posición más realista es la de Colau, y apenas puede ignorarse que sus vacilaciones se deben a que sabe, como sabemos muchos, que las dos partes están equivocadas. Que ella se haya querido colocar del lado de un futuro democrático es comprensible. Y hemos de saludar que la carta en la que ha puesto su firma no hable del 1 de octubre, sino del futuro.

Porque en realidad, lo más preocupante de la situación no es el referéndum del 1 de octubre. Lo más preocupante, en lo que no parece reparar el Gobierno de Rajoy ni el PP, es que tanto su política como la de Puigdemont, cada una a su manera, ya han volado la estructura de la Generalitat tal y como la conocemos. Y sin embargo, Rajoy dice que todo volverá a su cauce. Esto me parece una mera ilusión. Y por eso lo más inquietante es que el Gobierno no tenga un horizonte democrático para Cataluña. No un horizonte de elecciones autonómicas convencionales, sino un horizonte de plena reconciliación democrática de Cataluña con el Estado español. Que el PP y Rajoy no vean este horizonte como necesario es una prueba de su ceguera. Colau hace bien en situarse en la otra orilla.

Sí. Cada una de las partes está equivocada, pero se ocultan su error porque cada una mira únicamente la verdad del otro. Esta es la paradoja de esas situaciones. El independentismo mira la verdad de Rajoy y del PP. Sabe que no habrá una oferta mejor de Rajoy y sabe que su lógica es la de vencedores y vencidos. Pero confunden tener razón con saber la verdad del otro. Y el PP y Rajoy saben que los métodos del independentismo catalán siguen siendo los del derecho de resistencia de las conjuras del Antiguo Régimen, pero completamente ajenos a la estructura del Estado actual. Así sabe que no pueden ganar, como no pudo ganar la caballería polaca contra Hitler. Si el Estado siempre venció esas conjuras, hoy sabe que lo tiene más fácil. No necesita armas. Sólo disponer de un Banco Central. Pero saber la verdad del otro tampoco en este caso es llevar razón. Rajoy no duda de su posición porque no tiene sensibilidad democrática. Y Puigdemont no duda porque Cataluña se ha enterado de lo que es un Estado sólo luchando contra él.

En todo caso, hay algo evidente. Las secesiones hoy como ayer solo se consiguen de dos maneras. Por la fuerza de las armas o por el pacto. Parece evidente que Cataluña no lo puede conseguir el 1 de octubre por ninguna de estas dos maneras. Por medios pacíficos sin pacto es un oxímoron. Apretando en la calle no se llegará a ningún sitio, porque la democracia de la calle no es la forma definitiva de la democracia. Así que volvamos a la película Churchill. Al final, no solo se trata del aspecto benéfico de la duda. Es que nunca nada resulta como se pensaba, y una de las más extrañas impresiones de la película es la profunda sensación de impotencia que refleja Churchill. Lo suyo es dar discursos. Ese es su monopolio, la retórica. Por eso no puede dudar. Las cosas serias, esas, parecen que están en manos de Einsehower y ahí se traga saliva, porque la duda es una bola muy gorda de tragar. En realidad, Chuchill entiende que lo suyo es poner discursos adecuados para la acción militar adecuada. No puede ser a la vez la voz del Parlamento y el general en la batalla. Eso es un asunto de aficionados, como Hitler.

Y esta es la impresión que se tiene de todo este proceso catalán. Es un asunto de habladores aficionados que no dudan. Porque la señal inequívoca de quien no es un diletante es su capacidad de dudar. El momento más emocionante de la película es una reunión a las 4 de la madrugada. Se está evaluando dar a la escuadra la orden de partir o la orden de volver. El mundo entero depende de que se acierte con ella. Aquellos hombres que tienen en sus manos la vida de medio millón de jóvenes no dicen una palabra innecesaria. Nada de la verborrea hitleriana. Se respetan demasiado y saben que llevan algo muy serio entre manos. Churchill allí es un convidado de piedra, pero sabe demasiado bien lo que es un curso serio de acción y se limita a escuchar en silencio. Es una sensación envidiable. Aquí, sin embargo, tenemos la sobrada sospecha de que estamos en manos de aficionados que no dejan de gritar y amenazar. Así que frente a toda esperanza, quizá en algún sitio haya algún cerebro pensando en cómo hacer de España un Estado democrático viable a partir del 2 de octubre.