El futuro del presidente solo tiene un nubarrón, un problema que se llama Cataluña. Nuestros vecinos del norte claman por la secesión para crear su propio Estado independiente y lo justifican en unos derechos históricos altamente cuestionables.

En la senda de la historia las familias, tribus, pueblos y ciudades han constituido los modelos de convivencia sobre sus respectivos territorios. Pero las ansias de poder utilizaron las guerras o matrimonios para extender sus zarpas y obtener más riquezas y más súbditos. Cataluña no estuvo exenta a tantos avatares y es indudable que sus varios condados independientes entre sí, los ajustes fronterizos de la Marca Hispánica, el uso de las vías comerciales de Castilla, los enfrentamientos por los obstáculos para comerciar con América o el sometimiento a la corona de Aragón no plantean que Cataluña, a pesar de sus signos de identidad propios, fuera un Estado históricamente independiente, ya que éstos surgen con la modernidad.

A Cataluña no le amparan la historia ni la legislación vigente en sus pretensiones independentistas pero sientena su favor una específica forma de Derecho natural para reclamar un régimen propio que responda a su individualidad, una filosofía vital que les ha permitido compatibilizar el pragmatismo con el mantenimiento de sus señas de identidad, mientras otras regiones se doblegaban ante el poder renunciando a sus fueros, su lengua, su cultura. La situación actual de Cataluña proviene de un problema larvado en el rechazo permanente a un diálogo de conveniencia para todos, sustituido por sucesivos monólogos irreconciliables en los que la sagacidad política nunca ha estado presente como demostraron los esfuerzos llevado a cabo para que la consulta popular, en la que efectivamente subyacía un referendum, se llevase a cabo porque con ello habría terminado el manejo arbitrario de los guarismos acerca de si una mayoría de los Catalanes quieren la independencia. Ninguna consecuencia hubiera tenido un resultado favorable, pero de no serlo habrían terminado de una vez por todas las especulaciones, tal vez el pleno del Parlament para declarar su secesión no hubiera tenido ya razón de ser y habría un mártir laico menos: Artur Mas.

El presidente Rajoy insiste empecinado desde su convicción de un Estado de Derecho inamovible, estanco, cuyas normas le proporcionan los mecanismos de contención que recita con la aridez de un tema de oposiciones sin añadir un ápice de la imaginativa que debe poseer todo buen político para encontrar soluciones. Podrá pregonar, recurrir a los tribunales, pero no mide el riesgo de que Cataluña prescinda de sus amenazas, obvie el cumplimiento de las sentencias y prosiga en solitario y rebeldía el camino que se ha trazado porque poco puede hacer el Derecho frente a quienes niegan su imperio. ¿Que otra cosa puede hace el presidente para servirse de «los mecanismos del Estado de Derecho»? Miedo da pensar que recurra a la Ley Órganica 4/1981, nunca citada expresamente, pero que subyace en el tono amenazador de los propósitos, y que implicaría la intervención militar frente a una supuesta agresión a la soberanía e integridad del Estado. Porque si esta ley tiene propósitos externos, no cabe duda de que las normas se interpretan y miedo da cual podía ser esta interpretación.

Hemos negado durante demasiados años lo evidente y ahora asoma como un problema cuya solución no está en los mecanismos convencionales. El nuevo Gobierno que se forme está obligado a llegar a la raíz de este problema que no es otro que el acendrado centralismo que, incluso en democracia, ha considerado que los habitantes de provincias somos ciudadanos de segunda, y supeditados a las decisiones o caprichos del Gobierno de España y nos ha sometido a su tiranía y discriminación. Con un situación física limítrofe, altamente industrializada y habiendo mantenido íntegras sus connotaciones culturales, no es extraño que sea Cataluña quien, en primer lugar, se rebele contra las imposiciones. La cruda realidad es que la pretendida independencia para proclamar un nuevo Estado no es un intento de recuperación histórica, sino una sublevación pacífica contra el sometimiento que pone de manifiesto los abusos cometidos frente a la autonomías.

El Gobierno que venga ha de alterar los esquemas de funcionamiento; incluso contemplar la posible secesión de Cataluña. Y ésta también tendrá que revisar sus fundamentos porque tal vez no ha calculado lo que conlleva: poco más de lo que ahora tiene y quizá mucho menos de lo que dispone, porque a Europa apenas le rocen los problemas internos de los Estados y terminan asumiendo sus consecuencias. Pero tienen enfrente a un Gobierno central que jamás lo toleraría de buen grado. Se alzarían fronteras políticas que podrían afectar desde la libre circulación, al reconocimiento de la enseñanza o las resoluciones judiciales. A menos que los partidos políticos que sustituyan al actual y que contra sus totales desacuerdos se han mostrado coincidentes en la cuestión catalana sean capaces de establecer un marco de convivencia en el que todos nos sintamos cómodos. El texto constitucional vigente que fue el único posible en sus inicios, ha dejado de serlo.