Hasta la segunda mitad del siglo XIX fue muy escasa la intervención pública en la sociedad, con la finalidad de servir a las personas. Hasta la Revolución francesa, y aún después, las personas no eran ciudadanos solo eran súbditos. En el caso de España solo se puede hablar de una incipiente ciudadanía con la Constitución de Cádiz de 1812, y con mayor intensidad a partir de la Primera República española, de efímera existencia.

Entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX en las sociedades occidentales regirá la concepción liberal de la intervención del Estado en la sociedad, una de cuyas manifestaciones más relevantes será, en España, la legislación sobre contratación pública, muy avanzada para la época, algunas de cuyas líneas maestras siguen vigentes hasta nuestros días. Las Administraciones públicas determinan las necesidades que deben afrontarse, y al efecto aprueban la financiación correspondiente de las mismas, por ejemplo, las carreteras que deben construirse; pero la construcción de las carreteras se llevará a cabo por contratistas privados. Solo excepcionalmente las Administraciones públicas ejecutaban (y ejecutan en la actualidad) los proyectos de obras, o fabrican los numerosos suministros que requieren para su normal funcionamiento. El Estado liberal se reserva la gestión directa de la Justicia, de la Defensa, de la Seguridad pública y poco más. No obstante, los servicios públicos comenzarán a ver la luz a finales del siglo XIX como respuesta de los poderes públicos a las nuevas exigencias de los ciudadanos de las incipientes democracias occidentales.

Después de la Segunda Guerra mundial, en una Europa devastada, la solución que ofrecían los socialdemócratas, en lo relativo a la prestación de los servicios públicos, será la nacionalización de los que habían sido privatizados en la primera mitad del siglo XX, así como la proliferación de empresas públicas. El gobierno de Leon Blum en Francia será paradigmático en materia de nacionalizaciones. Y este modo de intervención en la sociedad se extendió por toda Europa. Tal era la capacidad de persuasión de las soluciones socialdemócratas, que se adoptaron por gobiernos de todas las ideologías, incluso tímidamente en la España franquista.

Con la creación de la Unión Europea y la alianza entre socialdemócratas y conservadores, que fue providencial para los ciudadanos europeos, se dejó de poner el acento en las nacionalizaciones y en la creación de empresas públicas, y los poderes públicos se centraron en la construcción del estado de bienestar caracterizado por la proliferación de los servicios públicos, hasta el punto de que puede afirmarse que Europa es la patria de los servicios públicos.

Algo muy relevante había sucedido desde las nacionalizaciones de Leon Blum en los años cuarenta del siglo XX hasta finales de los años 70 del pasado siglo. Las necesidades de los ciudadanos se habían incrementado considerablemente, se había profundizado en la democratización de las sociedades europeas en las que los ciudadanos ya no consideraban suficiente garantizar la versión formal de la democracia (participación de los ciudadanos en elecciones e igualdad formal); los ciudadanos exigieron y consiguieron en la Europa más avanzada que se dieran pasos firmes hacia la igualdad material.

Pero el crecimiento desbocado del sector público lo convirtió en ineficiente. Y esta fue una de las causas de la llegada al poder en los años 80 del siglo XX de Reagan en EE.UU. y de Thatcher en el Reino Unido. Con ellos la presión neoliberal fue en aumento y se inició en Europa una liberalización paulatina de los servicios públicos, la privatización de innumerables empresas públicas y la liquidación de los monopolios estatales. Y a la privatización siguió la desregulación. Los neoliberales occidentales estaban ganando la batalla de las ideas a la socialdemocracia. Pero el caso es que la pretendida solución neoliberal se convirtió en un problema en vez de una solución, particularmente con la desregulación del sector financiero.

En contra de los que consideran que la socialdemocracia ha cumplido su papel histórico, sigue ofreciendo soluciones imaginativas, la última de estas soluciones es la introducción del conjunto de técnicas interventoras que se denominan en toda Europa supervisión. No es infrecuente escuchar que las soluciones ideadas por los socialdemócratas son adoptadas y compartidas por los liberales europeos, incluso por los neoliberales, pues ni siquiera éstos creen ya que el mercado sea capaz de autorregularse, corrigiendo los desequilibrios que crea.

Un sector en que la técnica de la supervisión se ha implantado de manera rotunda, como consecuencia de la crisis económico financiera, es el financiero en que la supervisión es ejercida por el Banco Central Europeo, por los Bancos centrales de los Estados miembros y una serie de organismos de supervisión de la Unión Europea y de los Estados miembros. Y las técnicas interventoras paradigmáticas en el sector financiero se están extendiendo cual mancha de aceite a otros sectores.

El cambio de paradigma interventor en la sociedad es el resultado de la posición central que tienen los ciudadanos en las sociedades occidentales, que los convierten en el centro de atención de las políticas públicas que tienen por finalidad principal perseguir la satisfacción de sus necesidades con la mirada puesta en la igualdad y la solidaridad. Por eso, desde la socialdemocracia europea no se considera que la solución contra el neoliberalismo, causante principal de la crisis económico financiera que todavía sufrimos, sea nacionalizar o recuperar por el Estado la prestación directa de los servicios públicos. Esta solución exigiría un esfuerzo de inversión pública extraordinaria en medios personales, en innovación y en nuevas tecnologías que nunca estaría a la altura de lo que pueden ofrecer los niveles de eficacia y eficiencia del sector privado en un mundo globalizado, mediante mecanismos como el de la participación público/privada.

A los ciudadanos europeos de nuestras democracias avanzadas les resulta indiferente que los servicios públicos se gestionen directamente por la Administración o por empresas privadas. Lo que interesa a los ciudadanos es que los poderes públicos y, en particular, las Administraciones públicas, garanticen la eficacia y eficiencia de los servicios públicos. Lo que a los ciudadanos interesa es que la Administración ejerza todo un conjunto de competencias de dirección, inspección y control de los servicios públicos (y también de los privados). Esto es, lo que interesa a los ciudadanos es que la Administración practique una supervisión eficaz y eficiente de los servicios públicos. Y para ello, para que las Administraciones Públicas se adapten a las necesidades crecientes de los ciudadanos, es necesario que se reciclen, que inviertan en un personal altamente preparado para garantizar a los ciudadanos el estado de bienestar que nos hemos dado.

Las sociedades occidentales deben afrontar los muchos retos que supone un mundo global que es imparable. Y para cumplir los deseos de los ciudadanos es necesario innovar en materia organizativa, y en las técnicas de intervención en la sociedad, sin dejar que la ideología impida adoptar las mejores soluciones. Los servicios públicos lejos de reducirse deben incrementarse, en particular todos los que sirven para incrementar la igualdad material de los ciudadanos: educación, sanidad, pensiones, servicios sociales y un largo etcétera. Y la socialdemocracia puede jugar un papel decisivo para que las Administraciones se adapten al cambio de paradigma, porque si existe una nota que caracteriza a la socialdemocracia es su actitud pragmática en que la única ideología irreductible es la igualdad y la solidaridad de los ciudadanos.