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Nadie se lo esperaba

Fulgencio se levantó ese día a la misma hora de siempre. Se quitó las legañas, sustituyó el pijama de piñas por una camisa y unos vaqueros de humano adulto y salió a la calle. Al instante, notó algo extraño flotando en el aire. Tardó poco en identificarlo: era miedo. No había vallas publicitarias anunciándolo, pero podía percibirse en el andar acongojado de los transeúntes, en sus cabezas gachas y su expresión ausente.

Paparruchas, su cafetería de confianza, estaba cerrada ese día, así que entró a un local cercano donde el camarero le saludó con una mirada de recelo. «¿Quién eres y qué estás tramando?», le gritaba en silencio desde el otro lado de la barra. De fondo, la televisión conminaba a aplicar la mano dura y ser implacables contra las voces discordantes. Fulgencio empezó a ojear el periódico que había en el bar. Desayunar leyendo la prensa siempre le había gustado. Sin embargo, esa mañana los titulares le parecieron grandilocuentemente benévolos con el poder. Demasiado, quizás.

Tal vez gracias a la cafeína que comenzaba a invadir sus venas, tuvo una revelación: ¡estaba viviendo en un Estado autoritario! El descubrimiento le desconcertó. No entendía cómo se había podido llegar hasta ese punto sin que nadie dijera nada.

Vale, unos años atrás se habían aprobado ciertas leyes ligeramente represivas. Pero había sido por el bien de todos, para garantizar el orden y la seguridad. Además, tampoco era necesario estar manifestándose todo el rato. Algunos individuos se habían acostumbrado a la protesta como modo de vida en lugar de, por ejemplo, esforzarse más para conseguir trabajo. También se había empezado a perseguir tuiteros, músicos y titiriteros subversivos, pero es que estaban empezando a traspasar algunas líneas rojas que afectaban a la convivencia pacífica y el marco legal que nos habíamos regalado entre todos. Si para asegurar la rectitud moral de una sociedad era necesario emplear todo el peso de la ley, adelante con ello.

Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado llevaban una temporada registrando sedes de periódicos, confiscando material de imprenta y realizando detenciones de carácter político. Quizás desde fuera parecía una respuesta desmedida, sin embargo, Fulgencio entendía que se trataba de la única forma de evitar la sedición y garantizar una patria fuerte y unida. Multas y cárcel, no les habían dejado otra salida.

Pero vamos, quitando esas pequeñas anécdotas, era imposible pronosticar que se avecinaba un drástico recorte de derechos y libertades. Ojalá le hubieran avisado de que estaban cercenando la democracia. Ojalá hubiera tenido alguna pista de que el Estado de Derecho se iba apagando poco a poco. «Bueno, todavía podemos votar cada cuatro años, no es tan grave», se consoló.

Fulgencio acabó su jornada laboral de doce horas y, al menos, se sintió algo afortunado: las vacaciones pagadas y la pausa para la comida se habían eliminado por ser un capricho frívolo para empleados poco comprometidos con su empresa, pero tenía la suerte de disfrutar de un sueldazo mensual de 500 euros. Era un privilegiado. Y lo sabía. Además, si seguía trabajando duro seguro que le prorrogaban el contrato tres meses más. Con esa esperanza en mente, regresó a casa, se colocó de nuevo su pijama de piñas y se embarcó en un plácido sueño. Mañana sería otro día.

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