Soledad Gallego tiene razón. Hay una diferencia. Mariano Rajoy no cesa de cometer errores. Carles Puigdemont perpetra ilegalidades con el más descarado cinismo, como se vio el pasado domingo por la noche en la entrevista con Jordi Évole. No se puede ser equidistante en esto. Rajoy usa mal el Estado de derecho. Puigdemont lo destruye con misiles que van dirigidos a su corazón, pues rompen la premisa de todo constitucionalismo moderno y eliminan los fundamentos mismos de una sociedad civilizada.

Esa premisa la estableció la famosa sentencia del juez Marshall, de la Corte Suprema de los Estados Unidos, cuando en la sentencia Marbury vs. Madison estableció como «una proposición demasiado clara para ser impugnada» la siguiente: «O la Constitución controla cualquier acto legislativo contrario a ella, o el legislador puede alterar la Constitución por un acto ordinario. Entre estas alternativas no hay término medio. O la Constitución es la ley suprema inmutable por actos ordinarios, o está al nivel de los actos legislativos ordinarios y, al igual que otros actos, es alterable cuando el legislador quiera alterarla. Si la primera parte de la alternativa es verdadera, entonces el acto legislativo contrario a la Constitución no es ley. Si la última parte es verdadera, entonces las Constituciones escritas son intentos absurdos por parte del pueblo de limitar un poder en su propia naturaleza ilimitado». Si esto es así, no cabe duda de que la iniciativa legislativa del Parlament destruye la Constitución española y nos devuelve al estado de naturaleza hobbesiano de los poderes ilimitados.

En realidad, Cataluña está en ese estado en estos momentos, pues cuando hay dos leyes no hay ninguna. Esto se ha visto cuando se ha consumado la mayor violación de derechos que se puede dar en un Estado civilizado, que es cerrar el Parlament. Con ello debería cerrar también el Govern. Este acto, el más grave atentado a la democracia que se ha producido nunca en España desde 1978, ha pasado desapercibido ante la opinión pública, de forma bastante coherente con nuestro mínimo espíritu democrático. Sin embargo, consuma el momento hobessiano en Cataluña. Pues impide que se haga visible la pluralidad de la sociedad catalana, con lo que esta queda reducida al Govern, que a su vez ya solo puede recurrir de forma directa al «pueblo», la parte politizada y movilizada compacta y sin fisuras de la sociedad catalana. De ese modo, se pone en marcha el Leviatán total.

En realidad, tras estas abstracciones sabemos que hay realidades materiales: ANC y Ómnium sustituyen al Parlament en la relación con el Govern. En realidad, al repartir las papeletas, son el Govern de Cataluña. Carme Forcadell deja su sillón presidencial del Parlament para ponerse al frente de la manifestación. Los demás diputados son silenciados. Ambos movimientos entregan las masas que forman el cuerpo del gran Leviatán. Ellos son el pueblo catalán. En esa reducción no ven violencia, porque ellos son los únicos visibles. Esa es la base del cinismo. Carl Schmitt pondría matrícula de honor a la ANC. Quien de la parte de acá del Ebro colabore a ese momento hobbesiano, e intente usarlo de palanca para hacer lo que por su error exclusivo no se logró en 2015, estará equivocándose una vez más. En Zaragoza lo ha dicho ERC: «Nosotros somos una revolución en marcha».

La paradoja es que José María Aznar era el discípulo de Carl Schmitt cuando empezó su cruzada nacional española. Ahora tendrán Schmitt hasta hartarse. Por eso Rajoy, preso de esa dinámica, no cesa de cometer errores. Él por sus errores, y Puigdemont por sus actos, ponen en peligro el Estado de Derecho, pero de diversa manera. Rajoy lo debilita al extremo. Puigdemont lo mata. Defendemos el Estado de Derecho, pero para aplicarlo bien. Por ejemplo, dejando que se hable con garantías en Zaragoza o en Madrid libremente sobre Cataluña, sin que amedranten los impresentables de siempre. Reconocemos el derecho del Gobierno a usar el Estado de derecho, pero lo hacemos para tener la legitimidad de exigirle que lo use bien. Y no lo está haciendo. Rajoy también abandona el Parlamento como lugar del compromiso político, y echa mano de los jueces para establecer las órdenes ejecutivas, lo que es un truco descarado para gobernar por decreto. ¡Acordáos de Weimar! Ni órdenes ejecutivas ni sentencias judiciales lograron detener el movimiento de la calle. Pero los pactos con el más descarado cinismo político tampoco protegieron al Estado.

Urge la cooperación entre los poderes del Estado y dicha cooperación no se está dando de forma sana. La independencia judicial no puede regirse por la divisa de «que se haga justicia y se hunda el mundo». Los poderes independientes deben cooperar bajo la finalidad común de la salud pública. Esa finalidad es impedir una declaración de independencia el día 2 de octubre. El referéndum ya no es lo importante. Pero no hay que dar ni una excusa más al dispositivo hobessiano de Puigdemont, Forcadell, la ANC y demás. Se requisaron las papeletas y se pusieron multas, ¿era necesario detener a altos cargos? Si el referéndum no se va a hacer, tal como dice Rajoy, ¿para qué desplegar entonces la Guardia Civil en Cataluña? Esa acción y reacción prudente que prometió Rajoy no se ha cumplido. No se puede usar un error como coartada de otro mayor. Nunca se debió encarcelar a esos altos cargos y nunca se debió poner en peligro a los guardias civiles. Y así nunca se hubiera tenido un triste argumento para enviar a otros 16.000 agentes. Y mientras, nadie exige que se abra el Parlament, donde los representantes de los catalanes puedan hablar desde la institución, y no como personas privadas y sin autoridad en medio de una calle que tapa sus voces.

Pérez Royo, en su artículo Momentos de lucidez, ha escrito palabras sensatas sobre el problema catalán. Estoy de acuerdo con ellas. Pero hay un punto que quisiera dejar claro. Frente a Rajoy, es preciso decir que el nacionalismo catalán forma parte de la constitución material de España. Pretender que desaparezca es una ilusión. Pero Puigdemont y el independentismo ya no forman parte de la constitución material de España. Es más: la destruyen, por cuanto llevan a una fractura social sin precedentes en nuestra sociedad. Esto es un novum histórico. Los que niegan los derechos históricos de Cataluña, son justamente los que colaboran con que Cataluña se incline a romper también su propia constitución material hispana. Ese es el significado más profundo del momento hobbesiano.

Estado de derecho es más que legalidad, y los españoles que pedimos que se defienda exigimos que se haga de la mejor manera posible. Lo único que de verdad puede salvar todavía la situación es, primero, no hacer nada que ponga en cuestión la calidad política del Estado de derecho. No la legal ni la jurídica. La política. Lo improbable de esta batalla reside en que tiene que dirigirla un político sin altura de miras y sin iniciativa, como es Rajoy. Cuando pedíamos de forma insistente su dimisión y su caída, cuando denunciamos el error de una política inexperta que impidió retirarlo del poder en 2015, no era sólo por la corrupción que albergó, sino porque sabíamos que las complejas y difíciles situaciones que nos esperaban debían ser encaradas por un político íntegro y valeroso. Hoy ya vemos que estamos en las peores manos de un hombre que por política entiende sólo policía.

Los manifiestos de intelectuales implican deliberación pública sobre la mejor manera de defender el Estado de derecho, pero no pueden entregar un cheque en blanco al gobierno de Rajoy. Eso sería dejar la situación de mayor riesgo a la soledad del actor menos preparado. A los poderes del Estado de derecho, a todos, incluidos los partidos políticos, les corresponde actuar de tal manera que se creen las condiciones de posibilidad de hacer una política democrática eficaz y desplegar la finalidad del Parlamento que es lograr un compromiso de reforma del Estado. Utilizar esta situación para romper el país en bloques es propiciar una aventura a la que no pueden contribuir los espíritus que pretendan la ecuanimidad.