Ante los acontecimientos en Cataluña estos dos términos son actualidad desde una visión de izquierdas quisiera hacer unas reflexiones. Por definición, un nacionalista es una persona que defiende que la «esencia» de una nación es algún principio que está por encima de los ciudadanos, algo impuesto por la historia. Dependiendo del tipo de nacionalismo, este «algo» puede ser la raza, la religión, la lengua, la cultura o algún otro hecho característico. Evidentemente este pensamiento está y ha estado más próximo a las políticas de la derecha.

Porque si es fundamentalmente un sentimiento, un estado sensible del ser humano frente a los valores y las costumbres de su tierra, evidentemente todos somos nacionalistas, nadie puede escapar a un hecho tan natural y no elegido como haber nacido y vivido en el seno de una determinada cultura.

Todos los nacionalistas sueñan con un pasado onírico donde su independencia fue cercenada por la invasión del opresor. Dicen que el hermano de Sabino Arana fundador del nacionalismo vasco, se aseguró antes de casarse que la mujer elegida tenía en su genealogía más de 100 apellidos vascos.

No comparto los esfuerzos ideológicos de convertir la diversidad, la diferencia, la pluralidad de derechos individuales en la política conservadora de homogeneizarlos con el propósito de defender la pureza de la identidad colectiva.

Jordi Pujol decía: «Nuestro primer objetivo es ser catalanes». Si cada mañana al despertar, fuese mi único propósito ser valenciano, seguiría durmiendo con el feliz convencimiento de haberlo alcanzado.

Priorizar las actividades

Porque yo no creo que la solución de los graves problemas del mundo sea parcelar el planeta en estados cerrados y banderas que agoten sus esfuerzos en conservar la pureza de su «nación». Se trata de priorizar nuestra actividad política y quien agota su energía en poner fronteras, nombres y dueños al paisaje, difícilmente puede llamarse progresista.

Porque ser de izquierdas es orientar nuestra principal actividad en la lucha contra la Injusticia, contra el hambre, a favor de la solidaridad, de una sociedad cosmopolita, con derechos iguales para los distintos.

El populismo, como otros muchos términos originados en la Grecia clásica, remite a la demagogia del tirano que excita la ambición del pueblo para atraerlo a su causa. No pretende ganarlo con argumentos empíricos, ni con la razón, sino excitando sus sentimientos, explotar sus pasiones y esperanzas, ganar su corazón para asaltar su voluntad sin oposición. La plebe sugestionada es fácilmente manipulable. El político sin escrúpulos lo sabe y lo explota. La iglesia también lo sabe.

No hay nadie más manipulable que el desesperado social. A la desgracia de su condición desamparada, se une la malicia del ambicioso que busca poder, a costa de lo que sea.

Hay en los populistas algo despreciable, muy obsceno. A sabiendas de que lo que prometen no es posible o es moralmente sospechoso, lo garantizan o lo bloquean para atraer a su causa al mayor número posible de incautos. Convierten así a los ciudadanos en plebe, en un rebaño. Las promesas secesionistas de los nacionalistas son un ejemplo diario.

No despreciar los populismos

Contra ese tipo de bazofia se debe utilizar la razón, información neutral, objetiva, capaz de inspirar en el ciudadano la búsqueda de la verdad y no la autocomplacencia de sus emociones. No debemos despreciar este populismo, debemos darles la posibilidad de comportarse como personas adultas ante falacias y promesas imposibles.

Lo advertía Josep Borell: «Conviene no escupir sobre el populismo, sino escucharles más. Sus propuestas no son viables, pero la gente no les vota por lo que proponen sino por lo que representan. Representan un estado de ánimo, y uno no combate los estados de ánimo con balances presupuestarios».