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Vuelve cuando quieras

Hay jarabes para la tos que antes dispensaban libremente y para los que ahora te piden receta. Mal asunto para la tos. Así las cosas, le digo a la farmacéutica que me dé un jarabe de los que no necesitan receta. Ella duda al escucharme toser, pues acaba de darme un acceso.

- Esa tos -dice- no se calma con un jarabe cualquiera.

Significa que salgo del establecimiento con un jarabe para la tos que no quita la tos. Son las diez de la mañana y desde la farmacia hasta mi casa paso por delante de unos quince bares. Podría entrar en cualquiera de ellos y tomarme una copa de coñac o, ya puestos, un gin tonic. O sea, podría hacer una barbaridad sin que nadie me pidiera la receta. De hecho, entro en una cafetería en la que desayuno con frecuencia y pido a la dependienta que me sirva una tónica con vodka.

- ¿A estas horas? -pregunta con la confianza que da el conocimiento mutuo.

- Niégate -le ruego.

La chica se vuelve sonriendo hacia la máquina, me prepara un té y dice que vuelva por la tarde a por el vodka. He ahí una mujer sensata. Como hay pocos clientes, nos ponemos a charlar y le digo que vengo de la farmacia, donde me han negado un jarabe con codeína por carecer de receta.

- Tengo yo uno -dice alegremente.

- ¿Un jarabe con codeína? -pregunto incrédulo.

Se retira y al poco vuelve con un frasco del que me invita a tomar una cucharada. Da gusto sentir el descenso del espeso líquido por la tráquea. Como soy muy sensible al efecto placebo, enseguida me encuentro mucho mejor. Le doy las gracias y comienzo a consumir mi té mientras la camarera atiende a unos clientes que acaban de entrar. Sobre la barra hay un periódico que abro al azar cayendo casualmente en las páginas de Cultura, donde entrevistan a un poeta. Dice que la poesía le ha servido para no tomar tranquilizantes. A mí, en cambio, los tranquilizantes me han servido para no escribir poesía. Los seres humanos somos cada uno de nuestro padre y nuestra madre. Cuando me voy, la camarera me guiña un ojo y dice que vuelva cuando quiera.

El Ratoncito Ibuprofeno

En el taller de escritura, Marina lee un texto sobre su mesilla de noche. Dice que es un cajón de frutas que barnizó y al que colocó una balda en medio para convertirlo en una pequeña librería de dos pisos para libros de bolsillo. Puso encima una lámpara de Ikea con una bombilla de bajo consumo y, junto a ella, la novela que estuviera leyendo, además de una caja de ibuprofenos, pues en la cama le dolía la espalda. En ese mueble artesanal, cuenta Marina, se instaló a vivir un ratoncito que no molestaba nada, aunque mordía los bordes de los libros. Dice que decidió llamarlo Ratoncito Pérez y que le proporcionaba mucha compañía. Un día Ratoncito Pérez amaneció muerto junto a la caja de ibuprofenos. Cuando lo cogió, su cuerpo todavía estaba caliente. Dice que lo enterró en un tiesto donde hacía meses había plantado el hueso de un aguacate. La planta creció bien, quizá a expensas de Pérez, y dio un fruto, uno solo, con el que Marina se hizo un guacamole. Dice que el huacamole sabía a ratón y que se lo comió todo y rebañó con una miga de pan lo que había quedado en el fondo y en las paredes del bol. Dice que se fue a la cama y que durmió como nunca, aunque se olvidó de tomarse el ibuprofeno. Dice que desde entonces no necesitó tomar ningún tipo de analgésico.

Marina termina de leer su cuento, que se titula «El Ratoncito Ibuprofeno» y mira a su alrededor, esperando alguna reacción de sus compañeros. Todo el mundo calla, incluido yo, que me pregunto si el relato está bien o es una basura. Por fortuna, es la hora de finalizar la clase, de modo que aplazamos la discusión hasta mañana. Por casualidad he quedado a comer con un amigo en un mexicano donde nos ponen de entrada un huacamole que no sé si probar. Finalmente hundo un nacho en la masa, me lo llevo a la boca y se me quita de inmediato una neuralgia de ojo que venía dándome problemas desde primera hora de la mañana. Aliviado, pido una cerveza y le cuento a mi amigo la historia del Ratoncito Ibuprofeno. Me dice que es buenísima, pero a continuación añade: ahora bien lo mismo que te digo una cosa te digo la otra, podría ser perfectamente una porquería. Entonces llega el camarero, y pedimos los platos principales. El Ratoncito Ibuprofeno. No me lo puedo quitar de la cabeza.

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