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Siete reflexiones

Si alguien tuviera un poco de respeto por esta pobre gente, metería a Puigdemont y a Forcadell en el sombrío lugar que les corresponde, que toda persona medianamente inteligente sabe cuál es, y mandaría a Rajoy a registrar la propiedad en la Antártida.

Permítanme hacer un listado de reflexiones sobre lo que ocurrió el domingo pasado:

Nos acordaremos del domingo uno de octubre del 2017. La tristeza que todos sentimos ese día era distinta. Era una tristeza cívica, una tristeza que surgía de la acuciante sensación de nuestro fracaso como sociedad, y por extensión, de nuestro fracaso personal como miembros de esa sociedad. Por primera vez en mucho tiempo, todos sentimos el vértigo de que todo se podía ir a hacer puñetas en un solo segundo. No hay vuelta de hoja: ese domingo se nos quedará grabado en la memoria como si fuera el día en que murió alguien al que hemos querido mucho.

Lo que pasó el domingo tiene responsables en los dos bandos, sí, pero conviene aclarar que hay responsables con una culpabilidad mucho mayor. La diabólica estrategia del independentismo estaba preparando desde hace tiempo una encerrona como la que anteayer logró tenderle al Estado de Derecho. Los porrazos y las agresiones de la policía fueron vergonzosos, sin duda, pero formaban parte de una estrategia estudiada con precisión maléfica. Que los independentistas sean más habilidosos y más astutos no los hace mejores, sino todo lo contrario.

Rajoy es un inepto. Carece por completo de empatía. Carece de imaginación. Carece de intuición política. Carece de la más mínima capacidad de hacer pedagogía institucional sobre un asunto que afecta gravísimamente a todos los habitantes de este país, catalanes y españoles, todos por igual, hagan ondear esteladas o hagan ondear banderas españolas. Y además, tiene detrás un partido de honestidad mucho más que dudosa. Sí, todo eso es cierto, pero es el presidente del gobierno de un Estado de Derecho, al menos por ahora. Y la pregunta que todos deberíamos hacernos, si somos sinceros, es muy simple: «¿Qué habría hecho yo si hubiese estado en su lugar?».

Puigdemont y compañía han planificado su aventurerismo político sobre la base de una fabulosa campaña de mentiras y de falsificaciones institucionales. Nadie, que yo recuerde, había mentido tanto y tan bien en estos últimos años. Nadie, repito, nadie.

Esta broma nos va a costar muchísimo dinero a todos, en Cataluña y en España. Habrá retiradas de fondos de algunos bancos y habrá boicots ruinosos, aparte del odio insalvable que se ha instalado en la sociedad, tanto entre catalanes como entre catalanes y españoles. Y hasta ahora, nadie ha logrado dar una sola razón convincente de que haya una opresión social o política o económica que justifique la independencia de Cataluña. Ni una sola razón convincente, repito. Las únicas razones que se invocan para justificarla son excusas sentimentaloides del tipo «Nos discriminan», «no nos respetan», «nos odian», «no nos entienden», «nos roban», es decir, esa palabrería apestosamente autocomplaciente que llena los diarios de los adolescentes con demasiados granos en la cara.

Stefan Zweig, en El mundo de ayer, recordando los días previos al estallido de la Primera Guerra Mundial: «Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época». De repente, Stefan Zweig se ha convertido en nuestro contemporáneo. Y lo mismo les ha pasado a nuestros abuelos que vivieron la guerra civil. Ahora empezamos a saber lo que ellos sintieron. Y ahora empezamos a saber por qué acaban pasando las cosas que nunca imaginamos que pudieran llegar a pasar. Y ha tenido que pasar esto -los porrazos en las calles, la burla hiriente a la democracia representativa, la demagogia y las mentiras de un hatajo de fanáticos disfrazados de Winnie the Pooh- para que por fin hayamos aprendido una de las verdades más amargas de la vida.

Los que van a pagar el pato de esta crisis política no son los altos responsables de uno y otro lado que cobran 100.000 euros al año y que seguirán viviendo muy bien pase lo que pase. Los que pagarán el pato serán las familias que viven con menos de mil euros al mes y que tienen que mantener a cuatro o cinco personas. Esas familias desdichadas, que son catalanas y también españolas, y que viven aquí y allí, serán las que van a pagar la factura cuando esto empiece a ponerse serio y lleguen los recortes y los corralitos y empecemos a verle las orejas al lobo. Y convendría recordar que estas familias ya han sido aplastadas durante diez años por una crisis brutal que las ha castigado a ellas más que a nadie. Pues muy bien, ahora les va a pasar por encima otra apisonadora por culpa del caprichito del gran "selfie" independentista. Si alguien tuviera un poco de respeto por esta pobre gente, metería a Puigdemont y a Forcadell en el sombrío lugar que les corresponde, que toda persona medianamente inteligente sabe cuál es, y mandaría a Rajoy a registrar la propiedad en la Antártida.

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