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Ojalá aún haya tiempo para los ñoños

Esí, este artículo también va sobre la independencia de Cataluña y no, yo tampoco sé qué puñetas va a suceder en los próximos días. Bueno, ni yo ni nadie. Pero tengo bastante claras dos cuestiones: la primera, que flota en el ambiente una mezcla de tristeza, miedo y tensión capaz de helarle el alma a Belcebú; la segunda, que menuda desgracia tenemos con esa panda de irresponsables dedicados a soltar proclamas beligerantes desde la primera línea política o mediática como si estuvieran jugando con el castillo medieval de Playmobil en casa de su primo Nemesio.

Resulta desolador comprobar la ligereza con la que ciertas figuras públicas alaban la violencia, con qué frivolidad se pide mandar el ejército a Barcelona. Qué ansias por defender el uso de la fuerza, qué obsesión por sacar los tanques a la calles. A por ellos. Todo se reduce a una competición para ver quién mea más lejos, quién pega más fuerte, quién gruñe más fieramente y enseña con mayor determinación los colmillos. Exigen mano dura, firmeza, inflexibilidad. Hablan de la ley como de un monolito sagrado e inamovible, en vez de verla como una herramienta para facilitar la vida en común. Lo único que importa es imponerse, vencer.

Asistimos a una oda continua al monólogo empecinado. La empatía se ha convertido ya en un defecto buenista, una excentricidad propia de ingenuos e ilusos. Esta temporada otoño/invierno lo que se lleva es presumir de las agresiones a un grupo de ciudadanos pacíficos, vanagloriarse de haber reprimido a civiles desarmados. Perseguir, condenar, amordazar. Atrincherarse. Satisfacer los ardores guerreros, mostrarse implacables. «Pocos palos les han dado». Y tú más. ¡Muerte a la conversación, vivan las declaraciones de guerra! Si de repente sientes que estás conectando con tu contrario o empiezas a comprender sus motivos, ¡huye de allí tan rápido como puedas!

El triunfo pasa inevitablemente por despreciar las ideas ajenas y repetir con desdén que los de la otra orilla se dejan arrastrar por sus sentimientos y no son personas racionales. ¡Pues claro que se dejan arrastrar por sus sentimientos! ¡Si en realidad todos somos un manojo de emociones tratando de fingir buen juicio y sensatez! Obviamente, es mucho más sencillo pensar que tus convicciones son siempre fruto de un análisis objetivo y concienzudo, mientras que las de los otros nacen de la sinrazón, el engaño o el dogmatismo. A la humanidad le ha ido genial aplicando ese criterio a lo largo de los siglos, ¿por qué no hacerlo una vez más?

Frente a esta espiral de soflamas autoritarias, solamente queda esperar que no sea demasiado tarde para los blanditos, los ingenuos y los naífs. O lo que es lo mismo, para quienes aún están dispuestos a conversar. No a soltar frases hechas y eslóganes, sino a debatir e intercambiar impresiones. Como si, en lugar de exaltar a sus seguidores, lo que desearan realmente fuera tender puentes y buscar una solución que no pase por el castigo y el temor.

No necesitamos más golpes de pecho ni héroes dispuestos a exhibir su contundencia, sino lloricas con ganas de negociar, hacer autocrítica y ceder cuando lo crean necesario. Nos sobra intransigencia y crispación, nos faltan afectos y voluntad de entendimiento. Cada vez parece más difícil, pero ojalá en los próximos días triunfen los ñoños que todavía piensan que hay margen para el diálogo.

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