Es un oxímoron en toda regla. La mayoría nunca fue ni será silenciosa. Por eso escasean los filósofos, poetas y bohemios. Sólo las minorías estiman una existencia sigilosa y contemplativa, alejada del mundanal ruido. La muchedumbre es fragorosa, impertinente, simplona. Hasta la rebeldía se nutre del silencio lúcido. Las raíces del feminismo brotan de círculos creativos silenciosos, como silenciosa es la lectura de sus textos originarios y de sus primeras acciones transformadoras. El silencio se acomoda en la antesala de la sabiduría. Nadie evoluciona moral ni psicológicamente sin una buena cuota de quietud, algo que precisa soledad, introspección, imperturbabilidad. Se equivoca quien considera griterío cualquier bandera. Alguna sólo se iza como opresión, otras contra opresores.

La exótica «mayoría silenciosa» espolea a todo quisqui, jamás adoctrina, pues entre sus consignas populistas esconden una arquitectura conceptual represora, inquisitorial, cerrada. Tampoco manipulan a sus criaturas porque, en asuntos patriotas, «el infierno son los demás». El ridículo todo por la patria cala hondo gracias a la trucada realidad mediática, pero también por el soporífero currículo de un plan de estudios diseñado para machacar el silencio. La escuela suple la rebeldía por ruidos reales o metafóricos, así como docentes estridentes cuyo discurso vacuo somete sus propias mentes y la de su alumnado. Sin capacidad crítica, sin valentía, sin compromiso. Así miran la vida pasar. Esa entelequia de nombre «mayoría silenciosa» ni es mayoría ni silenciosa. Se trata de títeres adormecidos, sólo visibles cuando suena la corneta de la disidencia. No soportan otro ruido que no sea el suyo. Y temen al silencio porque de éste brota la discrepancia, la sospecha, otro orden deseable y alternativo.

El mundo cavernoso impone y somete a golpe de rancias banderas. Esas que no aceptan la diversidad, ni la autonomía, ni el autogobierno. Una sola familia -dicen- en un solo corazón. Siempre Una, Grande y Libre. Inverosímil lema parroquiano, difícilmente digerible a quien sufra habituales discrepancias y vicisitudes genealógicas. Si entre los miembros de la misma tribu ya cuesta el entendimiento, ¿cómo ponerse de acuerdo unánimamente en su país de pandereta? A falta de divorcio entre comunidades autónomas, la bandera patria es mano de santo. Habrá que venderse, eso sí, como «mayoría silenciosa». Abanderada, ¡faltaría más! Buena estrategia para desdeñar a quienes estamos hartos de tanto ruido patrio.