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Pan y patria

A veces, cuando la tarde se pone reventona, me gusta pensar en lo que eran nuestras vidas antes de lo de Cataluña. Una cosa puede que no muy distinta a lo que será, es, después, e, incluso, mediante, pero con más historias en las cabezas y hasta puede que en los periódicos. La estrategia urdida por Rajoy es, en este punto, vagamente orientalista, mucho menos idiota de lo que sostienen los intelectuales y la gente de letras; acaso el procés, las tensiones e, incluso, la gente, mueran por agotamiento. No se sabe si finalmente el soberanismo triunfará y el noroeste de la Península se irá sólo o acompañado de España, pero lo que sí es cierto que algunos nos sale ya todos los días y borboteante por las orejas. Hasta el punto de convertirse en la más embotada y eficaz cortina de humo que ha visto nunca la remendada y eludida sociedad española. Los pueblos, y con ellos las personas, que son más de autoayuda y menos de trasnochada jerga decimonónica, casi nunca logran prosperar cuando se vuelven ensimismados y no paran de mirarse el ombligo en su deriva autotélica.

Aquí, ocurre en España y en Cataluña, en un ejercicio rudo y poco acrisolado de neurosis. Llora mamá España adentro de su fajín casto, la de la puerta de atrás espúrea, cosida desde siempre con argumentos de novela de espadichines y de culebrón barato, sin apelar a la razón, esa vieja moda incómoda de Gracián y de los franceses. Al final nadie repara en las pequeñas y sudorosas revoluciones, en los desprendimientos sin frenesí, que son en el fondo las que más expatrian; mientras en el país y en la prensa andamos con las amenazas, los desplantes y la tontería de las banderas, miles de trabajadores han tenido que buscarse en otro palo su verdadera independencia. Un dato que viene rudo, atiborrado quizá de demagogia, pero que no deja de reflejar por enésima vez el oportunismo político y los problemas inmaginarios en los que vive su agrietamiento la política española. El rechazo, en suma, al debate de fondo, que es del modelo territorial y el encaje siempre visto con suspicacias entre la aportación de unos y otros y la distribución económica. La campechanía, de nuevo, emerge con grandilocuencia, al estilo futbolero y faltón, sin dejar que penetre nunca algo parecido al entendimiento. No hubo dos, ni diez ni cien Vietnam, pero sí habrá trescientas cataluñas. Dentro incluso del hipotético edén cero por ciento casposo con el que sueñan paradójicamente los independentistas más casposos. Todo hasta que no lleguemos a la madurez, al diálogo, a dejar de lado aquello tan indudablemente españolísimo de la cicatriz, la ofensa, la irracionalidad, las manías negras de la sangre.

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