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El tigre y el cronopio

Borges y Cortázar fueron reverso y anverso de la literatura fantástica. También de un mes de agosto en el que nacieron con dos días y catorce años de diferencia para encontrarse en la literatura y en el cuento. Dos Robinson Crusoe en la isla de una biblioteca en la que ambos celebraron que en los libros todavía se puede estar tranquilo.

Todo hombre es otro. Lo escribió Borges. Cuando lo hizo no pensaba en Cortázar. Sin embargo uno y otro fueron reverso y anverso de la literatura fantástica. También de un mes de agosto en el que nacieron con dos días y catorce años de diferencia para encontrarse en la literatura y en el cuento. Dos Robinson Crusoe en la isla de una biblioteca en la que ambos celebraron que los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo. Lo dijo Cortázar. Al hacerlo no se imaginaba a Borges. Lo curioso es que uno y otro no se conformaron con la lectura del mundo que les fue dada, y encontraron en la escritura el lenguaje con el que fabular lo prodigioso del conocimiento y de la vida, la realidad que no se puede explicar, las esquirlas de un espejo roto en la que una voz tiene diferentes caras, según el ángulo y la sombra. El azar que ambos domesticaron. Borges y Cortázar de un lado y otro del género breve que hicieron grande, y a veces puente perfecto entre el poema y el ensayo, los mundos y los mitos, la identidad que exploraron a través de la literatura como un juego de espeleología en el que tantos escritores de relato, a partir de la literatura que hizo boom con García Márquez, buscaron reconocerse y escoger entre El tigre y El cronopio, la inefable criatura de Sumatra y Bengala, y el onírico y poético ser inconformista. Hubo mucho tiempo en el que la elección de un maestro o del otro no podía conllevar la lealtad a los dos maestros, a los que tampoco se puede citar en la renovación del cuento sin nombrar a Juan Rulfo.

El mexicano y los dos bonaerenses representaron tres caminos literarios de un género que en España ha tenido excelentes cultivadores de la talla de Ignacio Aldecoa y de Juan Eduardo Zúñiga, eslabón con la generación reconocida de Cristina Fernández Cubas y de José María Merino y que a su vez han sido tutores de una excelente generación nacida alrededor de los sesenta y con fecunda continuidad en nuevas voces como Eloy Tizón, Juan Bonilla, Gonzalo Calcedo, Fernando Iwasaki, Andrés Neuman, Sáez de Ibarra, Muñoz Rengel, Sara Mesa, Miguel Ángel Muñoz, Ángel Zapata, Felipe Navarro o Valeria Correa de una larga lista de nombres que debería haber hecho del género una eficaz fórmula de acercamiento y estudio de la literatura en la enseñanza. Al margen de esta asignatura pendiente, todos los citados son deudores de Poe, de Kafka, de Chejov, de Cheever, de Carver y sin duda con un ADN en el que Borges y Cortázar son una importante huella.

Hay escritores que también reivindican la estupenda impronta de Bioy Casares, el amigo más personal del autor de El Libro de Arena, de García Márquez y Juan Carlos Onetti, pero casi siempre la balanza se reduce al peso del dúo Borges/Cortázar, admiradores entre sí y con una relación en la que el primero tuteló el comienzo del segundo. Siempre recordó Cortázar que le llevó a Borges su cuento Casa tomada para pedirle su opinión y al volver una semana después se encontró que, en lugar de unas palabras de evaluación y consejo, el autor de El Aleph le comunicó que el cuento estaba ya en imprenta para ser publicado en la revista Los Anales de Buenos Aires, de la que era director, y que su hermana Norah lo había ilustrado. De esa relación Cortázar diría que la gran lección de Borges se centró en la escritura, en la importancia de pensar cuidadosamente cada frase, eligiendo que adjetivo se sacaba y cuál era el que se ponía, el único, el exacto. Y si Borges limaba el lenguaje, y en ocasiones lo reducía engrandeciéndolo a un aforismo, Cortázar buscaba a qué palabra le daba la vuelta en una operación musical en la que tan importantes eran las posibles variantes del significado como el swing de la improvisación y su extrañamiento.

No sólo la orfebrería y plasticidad del lenguaje los distinguió. Uno de sus estudiosos, Saúl Yurkievich, diferencia que mientras Borges cultivó el hecho fantástico desde el acervo universal de leyendas fundadoras de todo relato, las referencias a libros apócrifos o a Las Mil y una noches, al laberinto, al ajedrez y lo arcano, Cortázar apostó por las fisuras de lo cotidiano y por hacer cruzar al lector la frontera que separa lo normal conocido de lo posibilidad de lo fantástico, y alcanzar así una nueva realidad a la vez más mágica y humana. Uno nos enseña que nada queda negado, todo puede suceder: lo importante es mirar en torno a lo inmediato y aparente de lo real para encontrar lo extraordinario. Y el otro nos conduce a pensar la intemporalidad y el destino, la simbología del héroe, el misterio de lo arcano y la invención de Dios. A Borges le debemos saber que hay derrotas que tienen más dignidad que una victoria, que la duda es uno de los nombres de la inteligencia y que el pasado es arcilla que el presente labra a su antojo, interminablemente. A Cortázar, que la esperanza es la misma vida defendiéndose.

La política y las mujeres fueron los dos únicos temas en los que los dos sí que fueron muy diferentes, a pesar de que a ambos les atrajeron los caminos sutiles del corazón. Se sabe que Borges se refugió en una ironía poco convencional y descreída que le llevó a decir que se afilió al Partido Conservador por ser una forma de escepticismo. Su humor afilado y provocador se expresa también en la anécdota de cuando siendo profesor fue interrumpido por un alumno y su noticia de la muerte de Ché Guevara. Borges se negó al homenaje y cuando el alumno amenazó con cortar la luz para que no pudiese continuar la clase, él respondió que "he tomado la precaución de ser ciego esperando este momento". Una actitud más criticada por calificar las dictaduras de "opresión, servilismo, crueldad, y lo peor, idiotez", pero sin condenar firmemente la dictadura argentina del general Videla. Cortázar en cambio fue un escritor con una honda convicción revolucionaria y una definida creencia en la responsabilidad personal y civil frente a los abusos de la política y la violación de los derechos humanos.

Esa misma diferencia entre el escepticismo intelectual y la pasión activista se refleja curiosamente en su posición equidistante frente al amor. Para Borges fue un sentimiento lleno de dudas y ansiedades ante el que confesó haber sido desdichado: "me duele una mujer en todo el cuerpo"; "estoy solo, y no hay nadie frente al espejo". Aunque finalmente encontró en María Kodama una mujer que supo dormir sus desvelos. Cortázar al contrario fue un seductor empedernido que nos descubrió la importancia del lenguaje del tacto y de los sentidos cuyas caricias juegan como una tiza en la rayuela del cuerpo sobre el que se escribe, se cuenta y se transforma: "toco tu boca, con un dedo voy dibujándola como si saliera de mi mano, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo"; y la de la complicidad que sobreviven a la pasión: "Si te caes te levanto, y si no me acuesto contigo". También él halló finalmente en Carol Dunlop su auténtica Maga y en Aurora Bernárdez, su primera esposa, la albacea japonesa de su memoria.

No sé si hoy los jóvenes leen sus fantásticas historias de bestiarios, biografías falsas, utopías, grafitis clandestinos y perseguidores, y si la curiosidad los empuja a encontrarlos en charla y a fondo con Joaquin Soler Serrano. Tampoco si iluminan o no la vocación de escritor, como ambos hicieron con la mía, mezclando los ecos de uno y de otro. Los dos maestros en los que me reconozco cuando la lectura de la piel; en el espejo en el que uno conversa con su doble; y en la vida donde la realidad y su ficción son el hecho fantástico de su lenguaje, y de su abrazo.

Gracias, mis Magos.

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