¿Qué es Cataluña tras la sesión de su Parlament el 10 de octubre? ¿Una república, una comunidad autónoma, las dos cosas al mismo tiempo o ninguna de las dos? La simple formulación de este interrogante nos muestra lo evidente, por mucho que quiera disfrazarse: no ha existido ninguna declaración de independencia. Cuando la CUP no lo celebra y los manifestantes que rodeaban el Parlament tampoco, sobra cualquier comentario. El problema no ha sido querer realizarla, sino poder hacerlo.

La declaración de independencia no se ha suspendido, sino que Puigdemont deberá admitir que la ha interrumpido. Y cuando esto sucede no se cuenta con ningún plazo para reanudarla, tan solo para iniciarla de nuevo. Esta podría ser una respuesta adecuada al requerimiento efectuado por el Gobierno de España para comenzar a dialogar.

La sesión parlamentaria tuvo otro resultado, menos tangible pero de un hondo calado. Sin necesidad de aplicar el artículo 155 de la Constitución, el propio Puigdemont ha sido quien ha desactivado las dos leyes para la independencia aprobadas en el Parlament en septiembre. Además, de forma personal y sin ningún control parlamentario, puesto que ni siquiera se votó su decisión. Con ello se ha saltado al mismo tiempo la legalidad estatutaria y la legalidad republicana, las leyes constitucionales y las independentistas. En definitiva, se ha saltado cualquier modalidad del Estado de derecho.

El escenario resulta ininteligible, incluso con las leyes independentistas. Si las leyes para la independencia reemplazaron la Constitución y el Estatuto de Autonomía, pero se ha interrumpido sus efectos sin que exista norma alguna prevista para su sustitución, en estos momentos Cataluña puede serlo todo -república y reino, Estado y comunidad autónoma- o no ser nada, ni monarquía, ni república, ni autonomía, ni Estado. Impracticable en cualquier caso.

El problema es de tal envergadura que requiere una solución de la misma magnitud. El artículo 155 no es suficiente. Cuando no valen las leyes de independencia, pero tampoco son suficientes el Estatuto de Autonomía y nuestra actual Constitución, se abre un espacio donde emerge con toda su fuerza la reforma constitucional de la distribución territorial del poder, acordada hábilmente por el Gobierno a iniciativa del PSOE.

No hace falta añadir más. Cuarenta años después (¡vaya!) del régimen democrático de 1978 nos aproximamos al nuevo régimen constitucional de 2018. Bienvenido sea, porque no podía llegar en mejor momento.