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Jugando al gato español y al ratón catalán

El soberanismo no tiene más tecla que jugar al gato y al ratón con el Estado, y en su papel de roedor confiar en que el gato meta la pata, sobreactúe y pierda credibilidad exterior. Nada más y nada menos, como mostró durante la jornada del 1-O

Sigue el suspense en Cataluña, cuyo penúltimo capítulo arrancó el pasado 6 de septiembre con la aprobación a la catalana de la ley de desconexión. Desde entonces es como seguir una novela de acción, política y torbellino pasional. Por las mismas razones el periodista norteamericano John Reed se marchó a Rusia en octubre de 1917, y en San Petersburgo fue testigo de primera mano de la Revolución Rusa, que plasmaría en su vertiginoso libro Diez días que estremecieron al mundo, tras lo cual se convirtió en un ferviente comunista. Aquí llevamos ya más de un mes de revuelta.

No hay tiros pero sí mucha jurisprudencia, abogados y opositores del Estado, tertulianismo, abanderamientos masivos y manifestaciones salpicadas de santjordis, correcalles y alguna que otra pelea campal como la del legendario bar Zurich, al comienzo de Canaletas. Y hay que ver cómo se le atiza al Gobierno desde la derecha jubilar o lo enervante que se dispone Albert Rivera ante la inacción de Mariano Rajoy. El presidente del gabinete nacional, en cambio, no pierde los nervios y no sabemos si sigue fumando puros o está agotado por el cúmulo de trabajo que la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría no sabe quitarle de encima.

Digan lo que digan, tener a Rajoy al frente de la nave, releyendo a Antonio Cánovas del Castillo y a Manuel Azaña para preparar sus discursos, es todo un alivio. Debe ser el hombre más sereno de España, lo cual es lo que ahora mismo conviene. Como lo es que al frente del PSOE se encuentre Pedro Sánchez y no Susana Díaz. Con la socialista rociera al mando nacional, el PSC ya se habría pasado a los rebeldes y Josep Borrell no se habría consagrado gracias a su portentosa filípica políglota del 8 de octubre en la Estación de Francia.

Sánchez no tiene ni idea de qué va este huracán político, así que lo ha dejado en manos de dos legalistas, Margarita Robles y Carmen Calvo, y un fino retórico, Miquel Iceta, el mejor LBTG que recuerdan los últimos tiempos. Para redondear el equipo ha encontrado en José Luis Ábalos una mina. Ábalos se ha revelado (con uve) como un maestro en la dialéctica de las paradojas, y no para de llevarse al huerto los argumentos tanto de los rebeldes independentistas como del populismo podemita, donde Íñigo Errejón truena con su silencio.

En el lado insurgente, el panorama también se ha aclarado por más que algún analista despistado plantee disensos en sus filas. Son peregrinos pero no tontos. Su gran error de cálculo lo hizo Andreu Mas-Colell, cuya visión microeconómica de Harvard no le dio para comprender el factor neurológico de la economía y prometió una utópica Arcadia feliz tras la independencia. Sin embargo, presos del miedo a lo desconocido, ahorradores y accionistas abandonaron sus libretas y los fascículos de la Enciclopedia Catalana para dar órdenes bursátiles de venta y abrir cuentas espejo al oeste, en el valle del Cinca, y al sur del Ebro. El gran éxodo de la pela es la pela aún no se ha detenido.

La macrocontabilidad está así de clara. Cataluña representa el 19 % del PIB español (la Comunitat Valenciana, el 9,3 %, menos de la mitad), y su deuda pública alcanza el 35 % (el 42 %, la valenciana), pero si tuviese que asumir el 19 % de la deuda pública nacional que, en puridad, le correspondería, alcanzaría el 135 % de deuda respecto de su PIB si éste se mantuviera constante -dudoso- o sea, un poco más de la que arrastra Portugal, aunque la independencia acarrearía la segura expulsión de la UE y el bloqueo español a un acuerdo comercial ventajoso. Más difícil, todavía, resultaría el reparto de las cargas de las pensiones. Se me antoja bastante más difícil de consensuar que el brexit, cuyas partes, como sabrán, no saben ni cómo sentarse en la mesa de negociaciones. De la prima de riesgo, ni hablemos.

Las pasiones independentistas, en cambio, siguen desatadas por más que se haya jugado a una cierta frustración popular tras el último entremés del Parlament con Carles Puigdemont. Los soberanistas se reparten los papeles previamente pactados, y bastó escuchar el calmoso y fluido cabreo de Anna Gabriel y de Quim Arrufat esa noche, dos buenos oradores. El soberanismo no tiene más tecla que jugar al gato y al ratón con el Estado, y en su papel de roedor confiar en que el gato meta la pata, sobreactúe y pierda credibilidad exterior. Nada más, y nada menos, como mostró el 1-O.

Según la Generalitat, la catalana, aquel día de octubre votaron 2 millones de personas a favor de la independencia. En las últimas generales en las demarcaciones catalanas votaron 3,5 millones, luego es verosímil que al menos un millón y medio no estén por la labor. Pero es posible que en la actual coyuntura la movilización electoral supere la débil participación del 65,6 % de aquellos comicios. Seguimos, pues, en una dinámica cercana a las dos mitades. Ahora contemos por partidos: los votos soberanistas de entonces apenas rebasaron el millón, 1,11, frente a los 0,84 de los españolistas de cepa. La llave estaría en el medio millón -0,56- de votantes socialistas de los que ahora tiran Borrell y Joan Manuel Serrat, pero sobre todo en los 0,85 de los comunes versus Podemos.

Se entienden ahora las cabriolas de Ada Colau y los aspavientos de Pablo Iglesias, quien todavía no ha explicado su reciente cenáculo con el místico Oriol Junqueras en casa de Jaume Roures, el actual propietario, junto al presidente catarí del París Saint Germain e investigado por la fiscalía francesa, de Bein Sports, la plataforma propietaria de la mayoría de los derechos del fútbol mundial, incluido el español… y el catalán.

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