Aunque continuará entre nosotros los universitarios algunos años más, este mes de septiembre se jubila, como del rayo, una de las voces más autorizadas de la filosofía política y moral en el ámbito nacional e internacional. Me refiero a la profesora Adela Cortina, catedrática de ética y filosofía política de la Universitat de València, en cuyo honor se organiza un Congreso Internacional de Ética y Democracia, los días 6, 7 y 8 de noviembre. Su obra está marcada por la excelencia y la hondura de su pensamiento filosófico, de intensa raíz kantiana. Sus publicaciones han cubierto todo el espectro posible de la expresión escrita, que va desde el libro escrito con vocación de texto universitario (Ética mínima, 1986; Ética sin moral, 1990) a otros más sesudos, pero que no se desentienden del mundo en que vivimos (Ética Aplicada y democracia radical, 1993; Ciudadanos del mundo, 1997), y de ahí, ha pasado del ensayo (Hasta un pueblo de demonios, 1998; Ética de la razón cordial, 2007), a la divulgación (¿Para qué sirve realmente la ética?, 2013) que, cuando es de alta calidad como en su caso, cumple a las mil maravillas su función formadora para el lector interesado.

Tuve el privilegio de compartir con ella las aulas universitarias durante mis estudios de filosofía. En sus clases no se respiraba el temor reverencial a la gran catedrática, muy al contrario, el aroma de Adela se fundía con el frescor y la luz de la primavera valenciana. En aquellas mañanas, seguíamos con gran atención su discurso. A mi derecha se solía sentar un señor de cierta edad que cuando Adela, transformada en un Isaías del siglo XXI, pronunciaba alguna de sus frases lapidarias, este señor siempre susurraba para sus adentros: «¡Bien Adela, bien!». A mí ese secretear consigo mismo me impedía concentrarme en las explicaciones de la clase. Y, había mucho en lo que concentrarse, pues apenas te descuidabas ya estaba Adela lanzando una diatriba contra el funesto papel de los bancos en la crisis de la eurozona, por ejemplo.

En aquella ocasión levanté la mano para indicarle que discrepaba en algunos aspectos de sus afirmaciones sobre la banca. La verdad es que no recuerdo con precisión cuál era el meollo del asunto, pero nunca se me olvidará su respuesta. Adela paró su intervención y me dijo: «Bueno, vamos a ver, voy a formularlo de este otro modo?», y volvió a elaborar su pensamiento con perfiles más nítidos en relación con mi observación. Después, me dijo: «Dime ahora si estás de acuerdo con lo que acabo de decir». Le dije que sí, que estaba perfectamente de acuerdo. Siguió la clase. Pero nunca, nunca antes, desde que entré en la universidad española en 1972, salvo con Pedro Toledo en la Universidad Comercial de Deusto, tuve el convencimiento de estar ante una universitaria de pies a cabeza, capaz de reformular su pensamiento para, a la vista de una observación, seguir avanzando en la búsqueda de una verdad dialogada. Esta historia, menuda como Adela, pero de una gran señora como ella, ayuda a explicar mi admiración, respeto y cariño.

En aquellos años no sabía muy bien por qué, pero cada vez que la veía en la facultad mi alma se esponjaba y esbozaba una sonrisa. Verla me alegraba tanto el ánimo que, algunas veces más que abrazarla la levantaba del suelo, tan chiquitín como soy. Después, un poco avergonzado, me disculpaba y por toda respuesta Adela no hacía más que reírse y reírse y, para mí, verla reír era un gozo. Pero llegó un día en que entendí la razón de mi afecto. Descubrí, al fin, por qué me resultaba tan entrañable. Será, me dije, porque ella ha sido la única profesora a quien he visto esgrimir el argumento del amor en un aula universitaria. No andaba muy desencaminado y otro día, en su despacho, se lo confesé: «Adela ya sé por qué te quiero tanto, y por qué me llegas directa al corazón: porque el tono de tu voz y el trato que siempre me has dispensado, desde que nos hemos conocido en la facultad, tienen los inconfundibles aromas y nostalgias de mi madre».

Ahora llega el momento de su jubilación, pero su voz no se apaga, podremos seguir disfrutándola como profesora emérita de la Universitat de València en el máster de ética y democracia y en el doctorado, en la Fundación Étnor, el Círculo Cívico, y en la Academia de Ciencias Morales y Políticas. A pesar de ello, me entristece la perspectiva de que la Universitat de València deba renunciar dentro de pocos años al pozo de sabiduría que atesora esta universitaria de bandera. Para nosotros, una madre nutricia que nos ha alimentado con la voz significativa de su magisterio filosófico, promoción tras promoción. La verdad es que no sé qué haremos entonces sin esta Hija Predilecta de la Ciudad de Valencia, tantas veces sanadora del estrabismo moral con el que funcionamos en nuestras vidas, pero estoy seguro de que todo aquel que quiera escucharla encontrará en Adela la impronta que siempre distingue a las grandes damas de la filosofía.