Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema», si hacemos caso a Winston Churchill. Lo primero no está al alcance de todos; lo segundo es casi imposible estas últimas semanas. Modificar una opinión requiere algo de humildad y materia gris: es necesario revisar lo que uno piensa, someterlo una y otra vez a juicio y admitir que puede haber argumentos mejores. Hace dos semanas escribía en estas mismas páginas sobre Cataluña, con las emociones aún a flor de piel después de la jornada del referéndum. Intentar ser crítica con las dos partes del conflicto para entender los motivos de tanto odio y fractura social desembocó en la equidistancia. En perder la perspectiva.

La batalla más importante que se ha dado en Cataluña es la del relato. La Generalitat ha sido muy consciente desde el principio. Por eso planteó una votación con «resistencia pacífica». Por eso Carles Puigdemont empezó su discurso de la noche del 1 de octubre refiriéndose a la «brutalidad policial», a «violaciones de derechos humanos», a «violencia y represión» y apelando directamente a la Unión Europea, que «ya no puede continuar mirando a otro lado» -argumentos que ha repetido esta semana por carta-. Antes de hablar de los resultados de la votación, requería ya la mediación ante un asunto que «ya no es interno». Los periodistas nos quedamos en ese momento con la parte de la alocución en la que decía que trasladaría los resultados del referéndum al parlament, aunque no era la importante. Por cierto, es el único de los discursos de Puigdemont que no está en la página web de la Generalitat, ¿será porque no conviene que lo revisemos?

El president sabe perfectamente que el «derecho a decidir» el futuro, el «derecho de autodeterminación» no es absoluto; choca con el concepto de integridad territorial de los estados. En derecho internacional, se reconoce para antiguas colonias o para pueblos oprimidos. Es -precisamente- en este segundo cajón donde el relato independentista quiere colocar a Cataluña. En mi último artículo me preguntaba cómo es posible que el gobierno central no se hubiera ahorrado las imágenes del 1 de octubre y el dolor que provocaron cerrando los colegios de madrugada viendo que los Mossos no iban a hacerlo. Desalojarlos, blindar las puertas y montar guardia. Era fácil no posibilitar que Puigdemont no usara ese argumento y evitar las portadas del día siguiente.

Hay vida inteligente en Moncloa. Los antidisturbios no fueron a todos los colegios catalanes -era imposible por número-. Una de las cargas más importantes se produjo en el lugar donde iba a votar el president, bajo la atenta mirada de todos los medios de comunicación nacionales e internacionales. El gobierno ordenó la dosis de carga policial que consideró justa -no vayamos a olvidar a los Mossos el 15M o a la Gendarmería francesa en las huelgas del país vecino- para que Puigdemont pudiera hacer el discurso que estaba deseando y que -sólo dos días más tarde- la comunidad internacional le contestara que lo del pueblo oprimido no cuela. Que los estados tienen derecho a defenderse de las agresiones. Y no lo digo yo, son palabras del vicepresidente de la Comisión Europea. España puede ser un desastre, pero no es una dictadura. La gente no huye del país buscando asilo ante los abusos del gobierno.

Las simpatías generadas el 1 de octubre se han ido perdiendo en la huida hacia adelante con la amenaza de la DUI y el éxodo de cientos de empresas. La estrategia del gobierno ha generado antipatías, pero ha conseguido evidenciar las discrepancias en el independentismo, las dudas sobre el papel de los Mossos y -sobre todo- desmontar un relato. El de que la comunidad internacional iba a desvivirse por reconocer una Cataluña independiente y que sería posible separarse de España sin mellas en la economía. Por cierto, el plazo del requerimiento a Puigdemont termina mañana, con Rajoy haciéndose la foto con los principales líderes europeos. No es casual. Después del sainete que hemos vivido las últimas semanas, será difícil que fuera compren el relato de presos políticos -no oiga, aquí nadie está en la cárcel por su ideología ni por querer votar, sino por tratar de impedir de forma orquestada que la Guardia Civil cumpliera las órdenes de un juez-.

El callejón sin salida en el que nos ha situado el 'procés' acabará con toda seguridad en unas elecciones autonómicas y con Puigdemont explicando a la gente movilizada en la calle y a sus socios de la CUP -los únicos convencidos de lo que están haciendo- por qué ha reculado, intentando que no se note demasiado que en realidad lo sabía todo desde el principio pero que engañarles era el precio a pagar por mantener el culo en la silla. El independentismo deberá, a partir de ahora, redefinir la estrategia a seguir y pulsar el apoyo real en unos comicios después de todo lo vivido. Y a ver qué pasa si revalidan la mayoría. Para los demás queda intentar apaciguar el odio, coser heridas y ver si con la tan cacareada reforma de la Constitución se consigue arreglar alguno de los vicios que han hecho que algunos tengan ganas de marcharse.