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Quien olvida su historia se condena a repetirla

No sé si hubo historiadores en las Cortes constituyentes de 1977 salvo el socialista Gómez Lorente, pero sí estaban presentes personalidades con densa conciencia histórica, diputados como los comunistas Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri o Ignacio Gallego, el poeta y también comunista Rafael Alberti, Federico Mayor, Carlos Zayas -fundador de Cambio 16-, el periodista Luis del Val o el comunicólogo asentado en Valencia, Andoni Monforte, un filósofo del derecho como Peces Barba, y hasta Gonzalo Fernández de la Mora, teórico de la democracia orgánica franquista.

Abundaban, obviamente, los abogados, juristas, cuyo oficio parece abocado a la política, como antaño lo estuvo el periodismo que, ahora, se solicita lo más neutro y equidistante posible, como si fuera la administración de justicia. En cualquier caso no había tanto notario, registrador y alto funcionario del Estado, de tal suerte que da la impresión de que estamos en manos de opositores, para quienes la vida es, ante todo, un temario de proporciones inabarcables.

Sea como fuere, lo que siempre sobrevoló las actitudes de los padres constituyentes fue la idea de no repetir los errores que condujeron a la dramática guerra civil y al posterior y largo periodo represivo del franquismo, cuando el país, una vez más desde el siglo XVI, se alejaba de Europa. Errores como los que se cometieron en la azarosa II República.

Bajo aquella perspectiva, la que da la historia, no cabe entender la democracia parlamentaria como un simple ejercicio de votaciones populares. Ese es un reduccionismo de naturaleza populista. La cesión mutua, el respeto a las minorías, la independencia de los órganos inspectores, la construcción, en suma, de un clima de convivencia entre los diferentes resulta nuclear del hecho democrático, máxime cuando el simple acto de votar se ha convertido actualmente en un reflejo del más puro marketing y la publicidad política más que de la autonomía del ciudadano.

En el momento presente no es que nos haya abandonado el conocimiento de la historia, sino que las partes en conflicto se dedican simple y llanamente a la creación de su particular historia, del relato, como se llama ahora, alternativo y ensimismado. Caso particularmente notable es el del soberanismo catalán, cuya única herramienta posible para sortear el inflexible marco legal español y sin arsenal militar al servicio de los mossos -lo intentaron adquirir, sea dicho de paso-, consiste en crear una narración propia, primero para enaltecer a los suyos y convencer a los cercanos, y en estos momentos, con el conflicto desatado, al objeto de granjearse el favor de las cancillerías europeas y de los grandes periódicos internacionales.

Finalmente la película catalanista se funde a negro. Rotativos prestigiosos como The Guardian o el Washington Post ya hablan del engaño que han sufrido por el inteligente aparato de propaganda al servicio de la rebelión, que cuenta también con los múltiples canales de TV3 para amplificar el argumentario independentista. La prensa catalana de referencia, en cambio, hace tiempo que les ha abandonado a pesar de las subvenciones y las cuantiosas cifras en inversión publicitaria. La fábula sobre el heroísmo popular catalán parece sacada del malicioso guión de Clint Eastwood para Banderas de nuestros padres, donde se cuenta el fake que supuso la difusión patriótica de la célebre fotografía de los marines izando el mástil con la bandera americana en Iwo Jima.

El ejercicio antipatriotero de Eastwood cobra mayor relevancia al constatar que el director y actor californiano es un genuino representante del ala conservadora de los republicanos -apoyó a Trump-, lo que no invalida su capacidad crítica y honestidad moral, tanta que además de desmitificar aquel suceso de la guerra en el Pacífico tuvo la osadía de rodar una segunda película desde la perspectiva japonesa de la misma batalla, la sobrecogedora cinta Cartas desde Iwo Jima, emulando a su gran maestro, John Ford, autor de la más firme y relativista película en defensa de la causa india, El gran combate (Cheyenne Autumn), y de otra obra maestra sobre la construcción falsa de los mitos históricos, El hombre que mató a Liberty Valance.

El pobre Ford, sin embargo, fue despachado por la crítica valenciana progresista de los 70 como un cineasta fascista, lo cual es conveniente recordarlo en estos momentos de agitación cuando una parte sustancial de los problemas españoles deriva de la incapacidad autocrítica de nuestros políticos. La derecha nacional, por ejemplo, han sido remisa para resolver las heridas sin cicatrizar de la guerra civil, al mismo tiempo que las izquierdas se mantienen en razonamientos maniqueos de la realidad, como si fuera posible crear un mundo sin pensamiento conservador.

¿Y qué decir del nacionalismo?, cuya tendencia al radicalismo belicista parece innata a su origen sentimental. Por lo común se suele apropiar del mismo la parte más rancia y tradicionalista de la sociedad, en el caso español los restos del franquismo y el neocarlismo. Pero precisamente, en contraposición a aquel, tanto el nacionalismo abertzale vasco en su momento como el catalán ahora (y el valenciano de siempre) se han desarrollado en una versión heterodoxa de izquierdas. Aunque bien es cierto que, de vez en cuando, a alguno de sus próceres, como fue el caso de Heribert Barrera, líder incontestable de ERC, le sorprendían difundiendo opiniones de claro corte xenófobo filonazi. Entre otros olvidos imperdonables por parte de unos y otros, hay que hacer constar la génesis y la naturaleza del llamado Estatut de Nuria, el que aprobaron las cortes republicanas en el 32 para Cataluña, un proyecto legislativo que sufrió tantas o más amputaciones como el último aprobado en 2006, incluyendo el rechazo absoluto al derecho de autodeterminación y a la soberanía, incluso a la gestión educativa que, finalmente, se reservó en exclusiva -salvo el régimen especial que se otorgó a la Universidad de Barcelona- el Estado tricolor.

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