La reciente intervención de Felipe VI mediante un breve discurso televisado tuvo una intensidad que sea cual sea el juicio que nos merezca, contrasta con los anodinos y casi irrelevantes mensajes de políticos, por no mencionar las inauditas proclamaciones solemnes que se suspenden a sí mismas para finalmente desmentirse, o los requerimientos gubernamentales que piden comprensión al requerido por haber tenido que requerirlo.

Hace ya tiempo que en nuestro país los activistas que pretenden imponer una subversión del orden democrático juegan a parecer pacifistas entusiasmados de las bondades del diálogo, la resistencia pasiva y el debate persuasivo. Mientras que los políticos con responsabilidades de gobierno se mimetizan de agitadores asamblearios y callejeros, o bien parecen abominar del poder que tienen la obligación -libremente asumida- de ejercer con mesura, pero sin omisión ni demora perpetua.

Nuestros políticos juegan todos a decir lo que dicen entre susurros, como si estuvieran inmediatamente prestos a desmentirse. Todo el mundo parece apremiado por minimizar los daños, pero sobre todo los propios. Y apenas casi nadie arriesga una opinión sin relativizarla antes de concluirla. El resultado es que los personajes se vuelven invisibles y deambulan por los medios de comunicación y, peor todavía, por las situaciones donde hay que tomar decisiones como fantasmas sin consistencia alguna.

En contraste, la intervención real fue de todo menos escurridiza, difusa o tenue. Allí, traspasando la pantalla, había una persona real -en varios sentidos- a la que se podía disparar con la crítica porque arriesgaba una visión con un juicio preciso sobre lo ocurrido y sobre lo que debía ocurrir. Además, y precisamente por cumplir con su papel institucional, resultó una actuación del todo imprevisible, sorprendente. Solo en un contexto político donde casi nadie hace lo que le corresponde según sus deberes institucionales y legales para salvarse de la posible debacle, que un Jefe del Estado hiciera de Jefe del Estado pudo resultar tan inesperado e irrumpir con efectos tan imprevistos.

Como ha dicho un apreciable periodista catalán con afición a la finezza, el discurso pudo tener defectos, pero sobre todo tuvo efectos: creó realidad política. Ciertamente pudo adolecer de unos guiños o de otros, según se ha dicho con profusión y, a mí juicio, no sin cierta razón. Pero no hay texto sin contexto. La probable inminencia de la declaración de independencia y la calamitosa situación en la que quedaron la ciudadanía y los poderes del Estado tras el domingo primero de octubre, enmarcaron el sentido, el tono y la unidireccionalidad de su intervención: era un Rey que se adelantaba y exponía desguarnecido para rearmar anímica y políticamente a todo un país espantado y decaído tras la inenarrable torpeza de la gestión del referéndum. Imposible eludir las analogías con intervenciones decisivas de monarcas en situaciones desesperadas.

Pocas opiniones políticas pueden recabar tan pocas simpatías entre intelectuales como el elogio a un monarca. Así que, sin que medie ganancia posible, mi impresión es que aquella noche la persona del Rey se hizo «real» en un sentido bien distinto y más decisivo del que otorgan los títulos: dejó de ser el heredero de una dinastía con derechos demasiado remotos, para personarse con el coraje y la determinación a la que obligaban las circunstancias. Ya no hay institución ni monarquía por histórica que sea que pueda eludir el constante escrutinio público para su justificación.

Así que incluso desde posiciones sin ninguna devoción monárquica, aquella noche se hizo visible que hay personas que son «reales» en una dimensión en la que no solemos serlo la inmensa mayoría: la historia. Son personas por las que pasan los acontecimientos cruciales que afectan a muchos otros con una cercanía que les obliga a intervenir. Y a hacerlo asumiendo inmensos riesgos que, a veces, pueden evitar inmensos perjuicios para sus conciudadanos. Quien puede hacerlo y no elude hacerlo a sabiendas de que se lo juega casi todo, para tal vez apenas conseguir salvar solo una parte, es ciertamente un personaje histórico, es decir, que ha estado a la altura de su propio tiempo modificándolo, o intentándolo con riesgo propio y en beneficio general.

Ahora que todas las posiciones políticas anhelan una épica con la que reforzar sus posiciones, llama la atención lo desapercibidos que pasan los gestos de este joven monarca de una nación moderna y democrática para sus conciudadanos, ya sean los abucheos que no elude soportar o las intervenciones en las que no evita arriesgar. La consiguiente unidad de los partidos constitucionalistas es, además de imprescindible, un episodio edificante en medio de tanta mezquina mediocridad como tienen nuestras jornadas menos decisivas.

Pero, como hay que desconfiar de toda épica que no soporte la comedia, así como de todo rey que no tolere las verdades de los bufones, es necesario estar advertido de que solo el ejercicio del sentido del humor asegura que un ideal no se ha fanatizado y que un poder no se ha hecho totalitario. Así que junto a este joven y aguerrido monarca hay que destacar al todavía más joven héroe del balcón que, con un guateque balconero al son de la rumba catalana más ilustre, enmudeció a sus ruidosos y encolerizados vecinos rompecacerolas. El humor refracta inteligente y comprensivamente la realidad y permite tomar distancia y ganar altura sin altivez. Por eso solo el humor puede reconducir la épica, pues solo quien asume la parodia de sí mismo consigue ponerse a salvo sin demonizar al adversario: estar a la altura.

Ese debería ser un arte bien español. Nadie debería congeniar tanto con la clase de inteligencia que produce la suma de épica y comedia como quienes hablamos el idioma en el que nacieron Don Quijote y su rumbero Sancho Panza. Lo malo de la épica sin comedia es que corre el riesgo inminente de volverse ridícula, risible, y que para evitarlo y conseguir ser tomada en serio no cuenta con otro recurso que hacerse trágica. Lo imperdonable -y lo cansino- del nacionalismo es que se toma demasiado en serio. En eso estamos.