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Pinito del Oro

María Cristina del Pino Segura nació el 6 de noviembre de 1931 en Las Palmas de Gran Canaria y falleció el jueves en esa misma ciudad. Su nombre artístico fue Pinito del Oro. Falta una novela sobre su vida. O una película o ambas cosas. Si fuera americana ya habría varias obras artísticas recreando sus peripecias. Aunque si hubiese sido americana yo no estaría escribiendo este artículo ni habría leído la noticia. Eso sí, llegó a intervenir en una película, El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. DeMille. E incluso probó a escribir novelas. Una de ellas: Nacida para el circo. Pinito del Oro era trapecista, ya estamos tardando en decirlo. Su apogeo fue en 1950 cuando llegó a Nueva York, donde fue contratada por el circo Ringling Bross, realizando con ellos una gira anual durante casi una década. Se retiró en el 70. Se caía mucho. Sólo se cae quien se sube a algo. Quien asume riesgos. Encandiló a miles de familias que iban a verla en tardes dominicales de circo. Ya hay menos circos. Escasos trapecistas. La de trapecista es una profesión fascinante. Para estudiarla, no para ejercerla. Es el colmo del riesgo trufado de arte, baile, equilibrismo, dosis de comicidad o solemnidad. Cuando estamos en un circo y vemos a un trapecista sin red todos le hacemos una transferencia de admiración y admitimos sin discusión que es alguien mejor que nosotros. Al menos mientras está arriba. Esto no pasa en el fútbol, donde hay gente convencida de que es mejor que el delantero centro. Tampoco en los toros, donde gran parte del público y del no público lo que desea son cornadas y cogidas.

Pinito, como Arturito Pomar en el ajedrez, Marisol en el cine, Joselito en la canción o tantos otros, eran ídolos en esa España pacata y en blanco y negro, España del desarrollismo. España de Franco y Nodo. La España que mostraba la otra noche, por ejemplo, Batallón de sombras, deliciosa película del 57 ambientada en un vecindario del madrileño barrio de Arganzuela, con sus hambres y miserias y envidas y lealtades. Con un inventor que inventa lo que ya existe, un pintor caradura y guaperas (Vicente Parra) que come gracias a la bondad de una joven, padres de familia sin dinero para los zapatos de sus hijos. En fin, uno siente una fascinación, siempre la ha sentido, por Pinito del Oro. Por pionera y singular, por mujer arriesgada, por valiente, por polifacética. Una admiración también basada en que (¿como nosotros?) ejerce un oficio que en cierta medida se extingue.

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