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De la semana trágica al suflé y del suflé al esperpento

Lo que Cataluña nos dio, Cataluña nos lo puede quitar. Esa "voluntad de ser" de la que habló el historiador nativo Vicens Vives es la que permaneció durante la larga noche del franquismo. Gracias a ello la nueva España de la transición fue autonómica y todos los territorios españoles han gozado de altas dosis de autogobierno; se lo debemos a esa persistencia de las barretinas. Cuarenta constitucionales años después, la nueva rebelión catalana, llevada finalmente hasta las últimas consecuencias, va a zaherir ese sistema autonómico que en tantos aspectos ha sido ejemplar. Vienen tiempos malos que nos harán más ciegos, en palabras de Sánchez Ferlosio.

Escribo en la noche del viernes, pero no he trasladado el escritorio a la escalera. El pleno del Parlament en el parque de la Ciudadela ha sido de baja calidad, la escenografía de apoyo con alcaldes blandiendo varas de mando, pobre. El soberanismo ha organizado un festivo santjordi con gigantes, cabezudos y tenoras a lo largo de la Cataluña profunda mientras se arrían banderas españolas entre el clamor de los movilizados. Un esperpento, a sabiendas de que este mismo domingo los catalanes unionistas se vuelven a manifestar. El seny, cada cierto tiempo, desemboca en rauxa, de modo recurrente tras 1640, cuando los segadores le dieron un golpe de guadaña a la cabeza del virrey.

El espectáculo ante el mundo no puede ser peor: Ya están ahí, de nuevo, los españoles matándose entre ellos. Desde la guerra de sucesión, en la primera década del siglo XVIII, España no ha participado en ninguna otra conflagración mundial o multinacional, pero ha sufrido múltiples guerras interiores, desde las carlistas a la incivil. La rebelión de Puigdemont y Junqueras se parece como un gemelo al numerito de Lluís Companys en el 34. Conviene leer, ahora, las crónicas que el director entonces de La Vanguardia, Gaziel, un gran periodista de guerra, escribió ante aquella asonada de balcón. En la actual, ni siquiera ha habido balconada, solo escalera y papel leído, como si nadie hubiera vivido el digno regreso de Josep Tarradellas. Estábamos allí, aquel día, en Barcelona, y fue posiblemente el momento más épico y ennoblecedor de toda la Transición. Tarradellas salió al balcón, cómo no. Els segadors de la escalera, en cambio, sonaron a sainete.

Mientras la economía se ralentiza y las inversiones se detienen, la menestralía catalana se ha lanzado a celebrar la fiesta de su auto-República. Suele ocurrir. A las guerras se acude entre bandas de pífanos y tamboriles. Las black bags llegan más tarde. Ahora mismo nadie sabe hacia dónde se dirigen los acontecimientos; cualquier exceso puede hacer saltar por los aires el azaroso pacifismo a la catalana. La historia en Cataluña no ha sido precisamente muy pacífica, también ha vivido sus guerras civiles, sus bandolerías y pistolerismos, su semana trágica. La crisis actual iba a ser un suflé que pronto iba a desinflarse, pero ni tertulianos ni analistas ni los servicios de inteligencia del país español han atinado con el diagnóstico. Estamos delante de un buen merder.

Pero quien postuló un divorcio pactado y civilizado en un escenario de pasiones también se ha equivocado por completo. La cantidad de resquemor y mal rollo desencadenado por el procés ya no es mensurable. La economía real nos lo ha mostrado. La huida de las grandes empresas al sur del Ebro no ha podido ser más reveladora. Es el principio, porque tanto la normativa del Banco Central Europeo como la ley española de sociedades de capital regulan con claridad que la sede social de una compañía no puede ser una decisión caprichosa, sino que la misma se ha de situar donde se concentre la actividad directiva y operativa. Y lo mismo pasa con la sede fiscal: ésta debe ubicarse donde opere la toma de decisiones. Así que el éxodo se inicia con la sede social pero a ésta seguirá la llegada de directivos, de centros administrativos y puede, incluso, que los núcleos fabriles finalmente. El golpe para España puede ser duro, pero para Cataluña se avizora una verdadera ruina.

Parece evidente que todos estos problemas ahora planteados deberían tratar de resolverse en el marco de una reforma constitucional. Somos de la opinión de que salvaguardada la jefatura del Estado y la unidad de mercado -como hicieron los ingleses cuando se les hundió el Imperio-, todo lo demás es negociable, incluyendo desde luego la financiación autonómica, acompañada de la corresponsabilidad fiscal necesaria, así como la denominación que cada cual considere: nación, estado libre asociado o confederado, qué más da el nombre de la cosa? y hasta la selección nacional de fútbol si quieren. Lo importante, ya digo, es la unidad de mercado y los recursos necesarios para el fondo de solidaridad.

En economía se puede evaluar cualquier parámetro, así que tampoco es tan difícil hacer los cálculos incluso para un sistema muy complejo como el de esta pluralidad de naciones que se pretende. El verdadero problema es que, en la actualidad, ya no existe ningún país confederal que funcione salvo el extraño caso de Suiza; todos los Estados multinacionales han desaparecido. Y no sé yo si los españoles estamos preparados para ser suizos. Unos dos millones de catalanes, momentáneamente, han decidido ser kosovares.

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