1º.- Yo solía colocarme en la balaustrada de General para estar más cerca de los futbolistas y ver si de ese modo se me pegaba algo de su divinidad. Tendría diez años cuando ocurrió aquello, los 60 del XX. Llovía a mares y los gritos de "¡Fuera paraguas!" no hacían mella alguna en los espectadores apretujados y de pie en la grada a mis espaldas. El árbitro no estaba fino o no satisfacía los intereses de nuestro equipo: lo mismo, al fin y al cabo. Nos señalaba fuera de juego cada dos por tres, pitaba mil faltas a favor del equipo visitante, se mostraba tiránico con nuestros colores, un desastre. Se le insultaba de modo grueso, la verdad: muy grueso. Hasta que ocurrió. Comenzó con un grito horripilante ("¡Dejadme pasar!") que nos hizo volvernos a quienes llenábamos aquella zona baja del estadio. Por entre el bosque de paraguas, de traje y enrojecido como nunca otra vez vi, descendía a codazos un forofo con mirada de hierro. Se le iba abriendo pasillo atemorizado por la frase que repetía obsesivo y más alta cada vez. Yo me eché a temblar, previendo una catástrofe. Aquel hombre iba a saltar al campo, seguro, a agredir al colegiado. O a pronunciar las ofensas más graves, seguro. Se iba a producir una avalancha, seguro, y yo iba a morir aplastado por la masa. Llegó a mi altura y me apartó de un empellón. Temblé al ver la furia en su semblante todo. Por fin, muerto yo de miedo, se detuvo, hizo bocina con las manos y gritó agónico al árbitro: "¡Manflorita!" Y, como si aquel adjetivo del bálsamo más suave se tratase, calmose, compuso su terno, ofreció disculpas y retornó a paso lento a su lugar, sosegado ya su espíritu, con paz zen en gesto y modo. Manflorita: "Dicho de un hombre: afeminado", enseña el DRAE. Nunca había oído esa palabra, nunca la olvidé. Obró el prodigio de amansar a aquella fiera. Increíble el poder taumatúrgico del verbo hecho garganta.

2º.- Mi vecino de asiento llevaba observando con desaprobación en la mirada las idas y venidas del linier por la banda. Nada parecía interesarle el juego, sí las decisiones de ese juez de línea muy enjuto pero de enorme cabeza. No le gritaba, no lo insultaba, ni un aspaviento, guardó silencio hasta casi el final de la primera parte. Solo entonces, cuando le escuché la única palabra que dijo, reparé en que aquel hincha había estado casi tres cuartos de hora buscando el adjetivo preciso, exacto, rotundo, para faltarle al respeto al asistente que tan cerca teníamos. Una palabra que ofendiera, irritara y descentrase al línea, delgadísimo pero manifiestamente cabezón. Y dio con ella. Redujo al mínimo la metáfora, cambió el género gramatical y exclamó con voz potente y seca: "¡Cerillo!". Durante la segunda parte, mantuvo silencio. Ya lo había insultado todo.

3º.- Era muy bruto. Tanto que una tarde le arrojó un pequeño transistor blanco al árbitro. Casi lo desgracia. Al día siguiente (eran los 70), dieron las imágenes del partido por televisión. Y se vio la radio voladora pasar a un palmo de la crisma del colegiado. El comentador televisivo hizo la apostilla necesaria: "Observen la desgracia que la actitud de este energúmeno estuvo a punto de causar". Así era y así se lo comenté el domingo siguiente que hubo partido. Como se sentaba a mi espalda, me volví y le recriminé: "Habrás oído que te llamaron 'energúmeno' por la tele?". Calló un instante, pensé que arrepentido. Yo perdí mi mirada en el césped. "¿Y qué es 'energúmeno'?", oí que me preguntaba. "Pues una persona furiosa, alborotada, un bestia, un bruto, un animal?", contesté sin mirarlo. Cuando me volví para encararlo y comprobar el efecto de mis reproches, solo alcancé a vislumbrar su espalda corriendo escaleras arriba por la grada, hacia la cabina de los periodistas, amenazando y blasfemando, dispuesto a demostrar a puñetazo limpio que él de energúmeno nada.