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El runrún

Hoy la gente vive muy lejos de los pollos, a menos que estén asados. Los vivos se encuentran en otra dimensión, quizá en unas instalaciones denominadas granjas. En cualquier caso, no forman parte de las familias, no se tropieza con ellos al entrar o salir del cuarto de baño. Por eso muy pocos contemporáneos han visto correr por el pasillo de su casa a un pollo sin cabeza. Conocen la expresión "ir de un lado a otro como pollo sin cabeza", pero no les remite a ningún suceso real. Quizá muchos ni siquiera comprendan su significado. A los pollos, antiguamente, se los mataba así: decapitándolos en la cocina del hogar. Si inmediatamente después los dejabas en el suelo, los animales erraban de un lado a otro durante unos instantes, como si buscaran algo (¿su cabeza?).

La imagen era brutal, sobre todo para los niños. Quien haya observado esa escena, no la olvidará jamás. De los políticos se dice con frecuencia que actúan como pollos sin cabeza. Es cierto: no hay más que asistir a algunas sesiones parlamentarias o leer con detenimiento los periódicos. Si decapitáramos a los principales líderes del espectro mundial, nos proporcionarían un espectáculo muy parecido al que ya nos dan con la cabeza sobre los hombros. Personalmente siempre que escucho la expresión "iban de un lado a otro como pollos sin cabeza", regreso a la cocina de mi infancia, donde se cometieron crímenes atroces de los que nunca me he ocupado por escrito.

Cuando abro una lata de mejillones, me viene a la memoria la palabra "acéfalo". El mejillón es acéfalo (sin cabeza). Mientras doy cuenta de ellos con una copa de vino blanco, asocio el mejillón a los pollos de mi infancia. La infancia es un territorio lleno de portentos. Desde ese territorio doy un salto a la Revolución Francesa, a la guillotina, y veo caer cabezas sobre una cesta de mimbre. Me pregunto si la cabeza, una vez separada del cuerpo, continúa pensando durante unos instantes. Entre tanto, la tarde ha declinado y ha llegado la hora de encender la luz. Pero yo permanezco todavía un buen rato a oscuras, en silencio, como un bulto, sentado a la mesa, escuchando el runrún del motor de la nevera, que tanto se parece al de la conciencia.

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