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Un tren que no deja ver

No hay duda. La pulsión épica que inerva un titular periodístico, eso que se llama garra, obligaba el lunes a enfocar por el exjefe de campaña Manafort el primer golpe serio del fiscal especial Mueller a la trama rusa de las presidenciales estadounidenses de 2016. Imagínense que, en lugar de encabezar la información con un «Se entrega al FBI el exjefe de campaña de Trump, acusado de conspirar contra EE UU», se hubiese optado por «Un asesor de campaña de Trump admite que mintió sobre sus contactos con Moscú». No hay color.

Así pues, el tren grande, Manafort, ha dejado en segundo plano al tren pequeño, que, por cierto, se apellida Papadopoulos. Y, sin embargo, el tren directo a la Plaza Roja es el pequeño. Primero, porque los hechos imputados a Manafort -una cascada de corruptelas multimillonarias vinculadas a los círculos prorrusos de Ucrania- desprenden aromas a Kremlin pero ocurrieron años antes de la campaña de 2016. Segundo, porque los hechos admitidos por Papadopoulos -mentir al FBI para ocultar sus contactos con agentes de Moscú- remiten directamente a la campaña.

Tercero, y primerísimo, porque si bien las acusaciones contra Manafort, y su arresto domiciliario, son una seria advertencia para Trump, la carga de profundidad es la revelación de que Papadopoulos colabora con la justicia para recibir un trato benévolo. Sobre todo si se tiene en cuenta que, cabe presumir, esa colaboración comenzó a raíz de su detención el pasado julio y que el fiscal especial la ha mantenido en secreto hasta este lunes.

Combinar el mazazo a Manafort con el inquietante aviso de que hay «arrepentidos» en las filas de Trump ha sido, pues, el método de Mueller -doce años al frente del FBI- para anunciar que, lejos de concluir en Manafort, el viaje será largo, la zozobra amenazará a todos los navegantes y, en fin, los agraciados con habilidades canoras podrán juntar cupones para un salvavidas.

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