Algunos gobiernos del cambio vienen manteniendo posiciones muy ambiguas, cuando no abiertamente contrarias a sus programas electorales, respecto de proyectos heredados de sus antecesores. Me referiré a los que tienen que ver con la ordenación del territorio y el medio ambiente.

En estos dos años largos de legislatura hemos visto resucitar o editar proyectos que siguen la estela de lo que se llamó la burbuja inmobiliaria, sean nuevos desarrollos urbanos -los famosos PAI- o grandes megacentros comerciales y de ocio al estilo americano. Frente a ellos, las nuevas corporaciones locales afectadas han mantenido posiciones dubitativas cuando no improvisadas, que muestran una preocupante falta de criterio. La nueva cultura del territorio y del medio ambiente no acaba de cuajar. Tan solo colectivos vecinales y de defensa del territorio se han dejado sentir.

Algo parecido viene ocurriendo con las infraestructuras del transporte. Citemos algunas por su nombre: el programa de alta velocidad ferroviaria, definido ya por algunos de sus principales promotores y valedores como un auténtico fiasco, sigue su marcha porque nadie quiere ser menos que sus vecinos. Ningún gobierno del cambio en todo el Estado ha levantado todavía la mano para solicitar la paralización del programa.

En cuanto a las carreteras y autovías, la inercia de la maquinaria estatal sigue produciendo nuevos proyectos antiguos. El caso de la V-21 (autovía Puçol-València) es sintomático y resume muy bien lo que acabo de enunciar. A pesar de su escasa longitud, está considerada por el Estado como «de interés general» en la ley de Carreteras, por el hecho de conectar con un puerto de igual calificación. Un detalle, en nuestro caso, a no pasar por alto y que probablemente explica el empeño oficial en el proyecto.

Pues bien, el Ministerio de Fomento licitó en agosto las obras para ampliar a tres carriles por sentido el tramo entre Alboraia y València (30 millones de euros) con argumentos que resisten mal la crítica técnica y que chocan abiertamente con las nuevas directrices europeas. Uno, que la ampliación ya está realizada desde Puçol a Alboraia (se justificó, mal, por la Copa del América, aunque se inauguró más tarde).

Dos, hay que mejorar la fluidez y evitar los atascos. Ese tramo en ningún caso se puede calificar como congestionado, solo en contados días se dan ligeras retenciones, como ocurre por lógica en los accesos urbanos. Por contra, el aumento de capacidad atraerá a nuevos usuarios y a medio plazo estaremos en las mismas. Es un caso «de manual», y el efecto llamada de este tipo de obras tiene consecuencias muy negativas sobre el uso del transporte colectivo y el cambio climático. La movilidad metropolitana en ese corredor dispone de ferrocarril de Cercanías y de la línea 3 de Metrovalencia; y el tráfico de paso? por el bypass.

Argumento número tres (cito textualmente del anuncio oficial): «también se pretende incrementar su seguridad vial, destacando la ampliación de una curva de radio reducido en el cruce sobre el ferrocarril, que actualmente tiene carencias de visibilidad». Las estadísticas no avalan ese propósito, con una curva bien amplia ya próxima a la ciudad, que requiere simplemente un cambio en la señalización para bajar la velocidad máxima permitida, y por favor, la eliminación de esa gran pantalla publicitaria de plasma en plena curva, que, eso sí, representa un peligro para la seguridad vial.

La cifra de 30 millones de euros que figura en el presupuesto no liquida el debate sobre sus costes reales: los directos, 80.000 m2 de huerta con su patrimonio asociado -caminos históricos, acequias, edificaciones- más los indirectos, como son la contribución al aumento de emisiones, o los costes de oportunidad para otras actuaciones razonables.

El Ayuntamiento de València -también antes con mayor rotundidad el de Alboraia- aprobó hace pocos días una moción solicitando una moratoria al Ministerio de Fomento, aunque después se ha rebajado el tono de la misma. No han tardado los empresarios del sector en poner el grito en el cielo por la posible paralización del proyecto. No merece la pena rebatir el tópico argumento sobre la pérdida de puestos de trabajo, cuando los que lo enarbolan saben que no se trata de renunciar a la inversión sino de dedicarla a otras labores urgentes y que en muchos casos generan trabajo estable.

Es por todo ello que resulta difícil entender la posición del Ayuntamiento de València en este asunto, máxime viendo el importante esfuerzo que está llevando a cabo para cambiar el modelo de movilidad urbana, incompatible con atraer más vehículos a la ciudad. Por su parte, tampoco se entiende el silencio de la Generalitat sobre una actuación que choca de lleno con la política enunciada para proteger el litoral y la Huerta. Es cierto que el proyecto pasó de puntillas sobre los trámites formales sin apenas oposición oficial, aunque hoy está todavía sin gastar un euro ni ocupar un metro cuadrado de huerta. En cualquier caso, esperemos que éste sea el último caso en que las administraciones del cambio responden a la defensiva frente a las imposiciones de los ministerios estatales, para superar este déficit de gobernanza. La ordenación del territorio es una competencia exclusiva de la Generalitat Valenciana, y las de la Administración central en infraestructuras deberían ser sometidas a debate y concertación.